Epígrafe Fronterizo

"El peor analfabeto es el analfabeto político. No oye, no habla, no participa de los acontecimientos políticos. No sabe que el costo de la vida, el precio de los garbanzos, del pan, de la harina, del vestido, de los zapatos y de los remedios dependen de decisiones políticas. El analfabeto político es tan burro que se enorgullece y se ensancha el pecho diciendo que odia la política. No sabe que de su ignorancia política nace la prostituta, el niño abandonado y el peor de todos los bandidos que es el político corrupto, mequetrefe y lacayo de las empresas nacionales y multinacionales"

Bertold Brecht

viernes, 7 de enero de 2011

De la Impotencia del Pueblo al Contrapoder Social ¿Fin del Rebaño en Chile?


Para muchos la propia impotencia, esa compleja emoción asociada a la falta de poder para dirigir o modificar el curso del destino, se está transformando en una rabia subterránea. En este caso, me refiero a la exasperación social, a la indignación ética y política. Es una rabia que se mastica soterradamente, pero que tiene sus días contados en cuanto a su permanencia bajo tierra. Porque desde la geología hasta el mentado psicoanálisis y la sociología –así de amplio el abanico disciplinar- ha existido el consenso de que la acumulación de fluidos, de gases, o bien, de energía psíquica o social, en algún momento ejerce su presión hacia afuera, hacia la superficie, irrumpiendo a borbotones o bajo la súbita forma de una erupción. El descontento individual puede llegar a ser colectivo y, en condiciones especiales, transformarse en contrapoder social.

La impotencia y la rabia consiguiente siempre han connotado más rebeldía que sumisión. Y me alegro de que sea así. En la política, así como en la vida misma, es de suma importancia considerar esa diferencia. Una cosa es estar amarrado de manos y desear romper las ataduras y otra es dejar de forcejear contra las cuerdas o encontrar hasta cómodo –es extraño el ser humano- el nudo apretando las muñecas.  La disyuntiva ahora obliga a mirar al contrapoder social o al “pueblo”, auscultando su eventual orientación insumisa o su grado de mansedumbre. Porque la elite política concertacionista ya dio suficientes muestras de docilidad política dejando intacto el modelo económico heredado por la dictadura. Y en el actual modelo neoliberal, la docilidad social y política es un delicioso banquete para la digestión de la derecha chilena. Como la bucólica vista del patrón de fundo cuando ve pasar, en el hall de la puerta señorial, su ordenado rebaño de corderos o su corral de pavos arribistas.  Eso lo aprendimos a punta de sangre y a culatazos de fusil sedicioso.

En un futuro no muy lejano, quizás ya no sea la actual elite política opositora la que realice una defensa efectiva de los derechos sociales y políticos conquistados, sino que el pueblo de Chile, esa misma base popular  organizada que en 1990 fue enviada para la casa por la precaria transición concertacionista. Pareciera que la base social está despertando de esa modorra que la convirtió en una masa de ciudadanos consumidores durante más de veinte años. De esa metamorfosis de la cual muy pocos se escaparon y que ahora, ante el extenso listado del accionar derechista que declama malos versos de eficiencia, está comenzando a sobrepasar los laxos límites de tolerancia que erigieron chilenas y chilenos durante tantos años.

Al menos perplejidad le producirá al más indolente la clausura de centros contra la violencia a la mujer por “falta de casos”, como si fuesen departamentos comerciales de un retail o la reducción de las horas en las asignaturas de historia y educación cívica, menguando la capacidad crítica de millones de niños y jóvenes chilenos. Algo extraño experimentará hasta el más distraído cuando se entere de que Cencosud lucró descontando impuestos por mercaderías que donó tras el terremoto de Chile, para luego cobrar por ellas. Alguna incomodidad generará que la compra de materiales para la reconstrucción haya sido adjudicada por el gobierno derechista –entre cuatro paredes- a tres empresas líderes del rubro, las que incluso subieron el precio de algunos productos. Un poco de vertigo o confusión sentirá aquel que vea como Piñera pretende privatizar el agua de todos los chilenos, proceso que comenzaron Frei y Lagos. Sí, Ricardo-Lagos-Escobar: el mismo que apuntó con el dedo en televisión al dictador chileno. El listado es largo y abrumador, a pesar de que aún no completa un año este negociado a destajo que se llama “nueva forma de gobernar”.

El problema para Piñera y para los grupos económicos que exudan festivos su flamante alternancia en el poder (y también para algunos neoliberales en lo económico con discurso de izquierda), es que el pueblo chileno está comenzando a hacerse –ahora con más frecuencia- preguntas de mayor profundidad. La subordinación del pueblo chileno ante el actual desmantelamiento del reducido bien público que disponíamos a pesar de más de treinta años de fiesta neoliberal, la sumisión de ese mismo pueblo que puso el 17 de enero de 2010 a la plutocracia en el poder, constituye un capítulo sociopolítico de la historia chilena que en algún momento debiese concluir.

Muchos se están cuestionando cómo, por las legítimas razones que hayan esgrimido, pudieron deslumbrarse con la mediocre poesía del multimillonario. Otros nos preguntamos cómo pudimos pasar por alto que el proyecto concertacionista no tenía, ni por si acaso, interés en transformar –por la vía política- este modelo de desarrollo económico inhumano y despiadado, como también que más tarde iba a defender con uñas y dientes el regreso de Pinochet a Chile, tras su detención en Londres. Como si la elite política a diestra y siniestra se hubiese puesto de acuerdo, después de las sesiones televisadas, en ocultar el hedor genocida que emanaba el dictador y en felicitarse de sus asépticas reformas con sabor a caviar.  Si no se trata de una suerte de sumisión voluntaria y consciente (cosa que daría escalofríos) que raya en el nihilismo político o en una vocación cuasi religiosa de corte inquilino, la visión de una masa ovina complaciente sería sólo una mala quimera de un empresario apoltronado en La Moneda, embriagado de feudalismo decimonónico.

Y esto, debería dejar lecciones éticas y políticas para todos. Con la compleja emoción de la impotencia no se juega. Nunca.