Epígrafe Fronterizo

"El peor analfabeto es el analfabeto político. No oye, no habla, no participa de los acontecimientos políticos. No sabe que el costo de la vida, el precio de los garbanzos, del pan, de la harina, del vestido, de los zapatos y de los remedios dependen de decisiones políticas. El analfabeto político es tan burro que se enorgullece y se ensancha el pecho diciendo que odia la política. No sabe que de su ignorancia política nace la prostituta, el niño abandonado y el peor de todos los bandidos que es el político corrupto, mequetrefe y lacayo de las empresas nacionales y multinacionales"

Bertold Brecht

martes, 28 de octubre de 2014

De Montañismo y Evoluciones: La Ética Resiliente de Andy Parkin


Fotografía: Moviespictures

Llegué a Paris en un periodo de mi vida en que todo parecía ir cuesta arriba, sin terrenos llanos, ni declives holgados por donde apaciguar la marcha. Llegué a Paris sabiendo que hay momentos en que las circunstancias se imponen, nos interpelan y nos enrostran, desde escarpadas alturas, lo duro que puede llegar a ser el masticar el día a día. Me bajé del tren en Austerlitz, para dirigirme rápidamente a la populosa comuna de Montreuil, allá en el extramuro. La opacidad del otoño se deslizaba entre multitudes de paraguas que corrían en todas las direcciones. Por mucho que la llamen la “ciudad de la luz”, en sus aceras y adoquines repiqueteaban la lluvia y las apresuradas zancadas de tanta humanidad añorando los brillos del último solsticio. Me interné en el tren subterráneo con la sensación de no querer descender más, sin recordar que la vida se reserva en el reverso el otro rostro de la dualidad. Había olvidado que después de caer, hay que volver a levantarse y rebelarse contra la fuerza de gravedad. Y que ante grandes y vitales acontecimientos, el esfuerzo de cada paso es similar a los que se tienen que prodigar al ascender una empinada y accidentada montaña.

¿Cómo será alcanzar la cima y contemplar el camino recorrido desde la perspectiva de la cúspide? Durante el fin de semana los artistas de Montreuil abrieron las puertas de sus ateliers, de sus salas de ensayo y durante el fin de semana toda la comuna se vistió de exposiciones, conciertos, representaciones teatrales y performances. En medio de la lluvia, el barrio celebraba. Los vecinos ingresaban a casas y edificios en busca del sonido, del movimiento y de la imagen. En cada locación los anfitriones vertían el vino en las copas de los visitantes, para humedecer sus gargantas y entibiar sus espíritus. Llegué al lugar de alojamiento, una casona enorme donde mi hermano y sus cohabitans preparaban un concierto y exposiciones de dibujos, pinturas y trabajos en cerámica. La casa estaba atestada de gente volcada en estridentes preparativos. Más tarde sus habitaciones se verían colmadas con el arribo de un coro de Marsella, que traía consigo un variopinto repertorio de antiguas y encendidas canciones anarquistas.

¿Cómo será el trayecto hacia la cima? En medio del ajetreo, me apero de una copa y mi hermano, adivinando, descorcha una botella. Lo veo girar sonriente hacia la puerta del salón y me señala al hombre que viene entrando. Me dice que es Andy Parkin, un pintor y escultor inglés avecindado hace décadas en Chamonix, una localidad enclavada en los Alpes franceses, a los pies del Mont Blanc. Me cuenta que su curriculum de montañista y aventurero es tan extenso, que ni al Monte Everest, que corona el Himalaya, ha exceptuado en sus escaladas. Por alguna razón, la vida a veces se encarga de poner a seres extraordinarios en el camino, en el momento oportuno y en el lugar preciso. Lo veo aproximarse cruzando la sala, rengueando con un dejo de niño serio. Parkin me saluda, mientras mi hermano le ofrece una copa de vino. Más tarde me entero de que su cuerpo, innumerables veces accidentado y otras tantas sometido a periodos de rehabilitación, aún resiste el fragor de las ascensiones.

Sus fracturas ya soldadas y las secuelas motrices que denota su marcha, son un silencioso testimonio de su capacidad de regeneración. Discreto en situaciones sociales, Parkin sonríe mientras lía un cigarrillo espirituoso y ausculta concentrado el alegre caos que se ha apoderado de la casona. Montreuil Portes Ouvertes [Montreuil, Puertas Abiertas] promete ser una fiesta de íntimo encuentro entre los artistas y la comunidad. La inauguración, con lectura de poesía del barrio y la agitada mezcla de cumbia-klezmer de La Famiglia Rubinetti, irrumpe entre tanto verso francófono y febriles acordes con reminiscencia judía. Entre la gente veo a Parkin y me pregunto si en el ascenso de nuestra propia montaña interna, es frecuente que padezcamos fracturas, desgarros y lesiones en eso que llamamos 'alma'. Siento ganas de abordarlo y de preguntarle a rajatabla por qué anhela tanto seguir escalando, cuando en la montaña una y otra vez ha resultado lastimado.

Sólo fue en el último día de exposiciones cuando me atreví a acercarme y a enrostrarle su porfía. Yo que arribé a Paris en un periodo vital en que todo parecía ir cuesta arriba, me encuentro con el hombre que hace de los ascensos su forma predilecta de vida. Fue sorprendente que con toda naturalidad me mostrara los paisajes de su propia historia. En un pausado inglés me cuenta que desde niño comenzó a escalar y a pintar, montando su primera exposición en Londres a los escasos once años de edad. Nunca fue a un college, ni a universidad alguna y sus primeros pequeños ascensos los realizó junto a sus amigos. Y, desde entonces, ha viajado y penetrado las montañas del mundo solo o con sus amigos. La soledad, la fraternidad y el roce con la muerte han acompañado siempre sus trayectorias hacia las más grandes alturas. Me dice que escalar no es un deporte, porque no se trata de competir, ni consigo mismo, ni con los demás. Tampoco se trata solamente de subir para alcanzar la cumbre, sino que lo relevante es la experiencia del trayecto, con frecuencia en condiciones muy difíciles. “Entonces ¿No se trata de 'dominar' y 'conquistar' la cima?” -le pregunto, mientras la noche se cierne desde el oriente. “No” -murmura Parkin. “No se trata de conquistar la cumbre, sino de la experiencia de desarrollar, en el ascenso, las capacidades de adaptación y de sobreviviencia”. 

En sus viajes a Nepal ha abierto otra ruta de exploración, pero acompañando a las elevadas cumbres de la creatividad a niños nepaleses con discapacidad auditiva de dos escuelas de Katmandu. Luego de trabajar con ellos en talleres de dibujo y escultura, Parkin reúne las obras de los niños y las expone en la Francia alpina, donde las vende y deposita íntegramente el dinero en un cuenta bancaria de la misma comunidad. Me cuenta que esa labor está inserta en un proyecto mayor denominado Comunity Action Nepal (CAN), también asentado entre las montañas del valle de Katmandu.

Mientras enciende otro de sus cigarrillos, detiene el relato y me ofrece una calada. Afuera llueve y Parkin, algo reticente, acepta una chupada del mate que le ofrezco. En la noche cenamos junto a los anfitriones de la casa, la gente del coro de Marsella y en compañía de algunos visitantes que han sido invitados para quedarse a comer. Le cuento que parto al día siguiente, que me regreso al campo en el sur de la Francia, allá en el Midi-Pyrénées. En mi mente coalisionan los niños nepaleses, la ubicuidad de todas las cumbres, la voluntad de resistir y las lecciones de resiliencia del sexagenario artista visual y montañista. Me desea un buen viaje. Y era qué no. Si sin darse cuenta, entre bocanadas y sorbos de mate amargo, Andy Parkin me ha dejado justamente a los pies de mi nueva montaña de evolución personal. 

(*) Publicado en la revista impresa "Bufé Magazín de Cultura".
 

jueves, 2 de octubre de 2014

Todos somos (un poco) Marxistas




Imagen: www.crisolplural.com

Recuerdo el día en que abrí esos volúmenes por primera vez. Tenía catorce años y los tomos estaban hace días visibles en la repisa de libros de la casa de mi padre, allá en el Nordeste brasileño. La dictadura con gusto a feijoada había caído poco tiempo atrás. Sin embargo, aún reverberaban el recelo, el temor furtivo que evocaba el adjetivo de “marxista”, atributo que frecuentemente se deslizaba en las chácharas de los “compañeros” de mi padre. El Capital (Das Kapital) cayó en mis manos, diseminando en mí más intuiciones que conceptos. Luego de digerir por unos días las primeras páginas, todavía no alcanzaba a comprender por qué en Chile el genocida anunciaba con rabiosa virulencia su épica “guerra contra el marxismo”. Como si ser marxista o pensar en clave marxista fuese tan fácil como ser del Colo Colo o del Bayern München.

Un par de amigos pernambucanos comenzaron a olfatear el primer tomo. Más tarde nos explicaron que el marxismo no era más que un método de análisis. Desconcertados, mientras avanzábamos en la lectura, poco a poco íbamos comprendiendo la indignación que desde hace casi ciento cincuenta años ha hecho apretar las mandíbulas y los puños de millones de trabajadoras y trabajadores de este mundo. Entre tanto término ilegible, un presentimiento iba cobrando forma. Era como caminar en la bruma y tropezar de súbito con la señalética que advertía el escabroso rumbo hacia una de la más grandes tragedias del homo sapiens sapiens: la historia humana de la dominación.

En la mitad del segundo volumen perdimos el interés. A los catorce años, el fútbol de calle y las chicas fueron más fuertes que la curiosidad por algo que nos costaba mucho entender. Pero quedó clavada en nosotros la espina de una latente amargura: Que todo trabajo tiene un valor, que ese valor es transable y que siempre unos pocos se han apropiado de ese valor producido por muchos. Esa percepción hizo las veces de una piedra arrojada en la cristalería de nuestro pueril optimismo. Porque lo que descubriríamos más tarde era que la dominación y la explotación de unos pocos individuos por sobre millones de seres humanos, estaban legitimadas culturalmente. Es decir, a pesar de la retórica igualitaria de algunos(as), en el fondo el “poner la pata encima” es ejercido y aceptado tanto por unos(as), como por otros(as).

En el Chile noventero, la dominación ya no sería ejercida más a punta de corvo y de fusil amenazante, sino que a través de la profundización de un modelo de desarrollo neoliberal vitoreado por la derecha, con el discreto beneplácito de notables personeros de la “izquierda progresista”. Por eso no es novedad decir que los gobiernos post-dictadura institucionalizaron en Chile el abuso y la explotación, en todas las áreas de la vida productiva, política y social, y en todos los segmentos sociales. Pero, que no sea ninguna novedad decirlo, significa también que no tiene ninguna conmoción relevante políticamente. En otras palabras, aunque aparezcan la sorpresa, la indignación y la sensación de injusticia, éstas aún no tienen la suficiente fuerza para trascender la subjetividad individual, para dirigirse hacia la acción política colectiva y organizada, aquella que puede transformar el orden social y cultural. O hacer que el modelo de explotación acabe por derrumbarse, usando el lenguaje directo de Alberto Mayol.

Para que esas relaciones de explotación se mantengan en el tiempo, se requirió de la más eficaz legitimación; es decir, que se naturalice esa anomalía. Y no es un asunto de conciencia. Sabemos que somos explotados, pero hemos aprendido como buenos inquilinos a convivir con ello. Entre nuestras más sabrosas contradicciones, está la de denostar y despotricar contra la mirada marxista, aunque reconozcamos que pertenecemos a un país donde siempre unos pocos se han apropiado del valor producido por muchos. Aún más, la rentabilidad económica y política de una relación de explotación (como muestra, ver las leyes laborales chilenas) se ha vinculado con conceptos muy apreciados, como “emprendimiento empresarial”, “innovación en recursos humanos”, “libertad de las personas” y “flexibilidad laboral”.

En un país donde nos metieron la absurda idea de que el cliente siempre tiene la razón (nunca el trabajador), el modelo extractivista chileno recurre primordialmente a la apropiación desregulada del valor del trabajo. Cuando se discutía en el Congreso la Ley que establecía el cierre del comercio los días domingos, a partir de las 17 horas, Susana Carey, presidenta de Supermercados de Chile, señalaba que “aplicar estas restricciones al funcionamiento del comercio, y en particular de los supermercados, genera un serio problema a las personas que por razones laborales sólo pueden acudir a hacer sus compras los fines de semana, en especial, los domingos y festivos”. Es decir, no se trata aquí de producir un cambio cultural donde las personas (clientes, en Chile) planifiquen de otra manera sus compras y los trabajadores dispongan de mayor tiempo libre. En algunos países miembros de esa OCDE (de la cual nos ufanamos de pertenecer), el comercio está por Ley cerrado todo el día domingo. Asimismo, nadie “pobretea” a los clientes como lo hace Carey y a casi nadie se le ocurriría cuestionar el derecho de un(a) trabajador(a) a descansar el día domingo.

Los que piensan que la lectura marxista quedó aplastada entre los escombros del Muro de Berlin, erraron medio a medio. Esa fue una de las grandes estafas de la izquierda chilena post-dictadura: desclasar el análisis de las relaciones sociales, despolitizar la reflexión en torno al valor del trabajo y evitar cualquier cuestionamiento al supremo derecho de propiedad, que defiende a rajatabla la élite feudal de nuestro país. El legado de Herr Karl Marx nos abrió una posibilidad de rebelión contra la explotación del “emprendedor” de turno o contra la usura crediticia de nuestro sistema comercial y financiero.

Por un momento, mire cómo vive y deje de contemplar embobado la elegante fusta del explotador: a veces, todos somos un poco marxistas.

(*) Publicado en la revista impresa Bufé Magazín de Cultura (Concepción - Chile).