Epígrafe Fronterizo

"El peor analfabeto es el analfabeto político. No oye, no habla, no participa de los acontecimientos políticos. No sabe que el costo de la vida, el precio de los garbanzos, del pan, de la harina, del vestido, de los zapatos y de los remedios dependen de decisiones políticas. El analfabeto político es tan burro que se enorgullece y se ensancha el pecho diciendo que odia la política. No sabe que de su ignorancia política nace la prostituta, el niño abandonado y el peor de todos los bandidos que es el político corrupto, mequetrefe y lacayo de las empresas nacionales y multinacionales"

Bertold Brecht

lunes, 23 de diciembre de 2019

La Paradoja Subversiva de la Felicidad


No hay que temer a las paradojas. Pareciera que las crisis sociales y políticas están destinadas a revelar, a exponer descarnadamente las más profundas y centrales contradicciones que -como sociedad- los individuos desarrollan en un momento histórico, llevando estas contradicciones a su grado extremo. Nos habíamos adormecido en el regazo del individualismo, donde la capacidad de consumo es el barómetro de la realización personal y la felicidad una endeble expectativa puesta a prueba en el estómago del sistema crediticio. El modelo de desarrollo capitalista chileno, como la piel estirada dolorosamente por pinzas que empujan en direcciones opuestas, vino a exacerbar las tensiones en un sistema de vida, donde la supervivencia personal depende de las estrechas oportunidades que provee la cancha rayada por el neoliberalismo criollo. Y como en la cancha otra cosa es con pelota, vino el remezón telúrico que deviene cuando cualquier sistema social de vida se aferra con uñas y dientes a su versión más extrema.

En Chile, del capitalismo moderado y postcolonial pasamos al neoliberalimo. O más específicamente, del individualismo, de la indiferencia o de la aversión hacia el otro, nos precipitamos como sociedad –durante la crisis actual- a una vorágine de violaciones sistemáticas a los Derechos Humanos. Y no hay engaño más monumental que pensar que la crisis surgió de un estallido o explosión social, caracterizado por la sorpresa de su irrupción y por la irracionalidad de su forma de expresarse. El malestar, la infelicidad y la desesperanza se experimentaban prolongada y soterradamente, sin avizorar que aquello provenía de la soledad que provoca el desprecio por los otros. La contradicción entre el interés personal y el interés colectivo, o entre el bien individual y el bien común, cegó la posibilidad de comprender que la felicidad se construye con muchas manos, conciencias y perspectivas y no por obra y gracia del narcisismo individual. Porque para olvidar que nos construimos gracias a los otros, hay que negar y, luego, justificar nuestra aprendida indiferencia respecto de los demás. Y porque para golpear, asesinar, torturar, mutilar y violar, hace mucho rato que nos tiene que haber importado un carajo aquello que paradojalmente denominamos prójimo.

El lifting facial del “milagro chileno” terminó por desgarrar las dermis y los tejidos de una dignidad, que la mayoría de la población recogía de las sobras que arrojaba un pequeño grupo social privilegiado. La felicidad anhelada se había escapado en medio de la ilusión exitista de nuestro pequeño arribismo social y de la ansiosa necesidad de diferenciarnos ascendentemente de los otros. Todos querían pertenecer a la corte del rey, porque así la élite había prometido. Lo que no sabíamos, era que el rey nunca nos permitiría ser parte de esa selecta corte, evidencia brutal de la segregación más extrema de la dignidad personal y social. Pero, las contradicciones se hicieron tan visibles y descaradas, que desde la sumisión muchas personas comenzaron a levantar la vista. Y levantar la cabeza para mirar a los ojos siempre ha sido acto de rebeldía y de subversión.

En esta crisis, algo tan preciado, como momentáneamente olvidado, se hizo carne en torno al humeante espacio público de las barricadas. Al fragor de las marchas, de las performances; junto a  la solidaridad expresada en una improvisada atención médica callejera o en una olla común, el encuentro entre seres humanos transgredió algunas barreras sociales erigidas por el relato segregacionista.  Para muchas mujeres y hombres, especialmente para los que muerden el polvo de la desesperanza material y social, la lucha les restituyó la posibilidad de disponer un sentido de vida, ya no solo personal, sino que también para aquellos que ni siquiera conocemos, pero que le reconocemos el derecho una vida digna.

Y es quizás la lucha establecida en la calle, donde la posibilidad de tener un sentido de vida que se imponga a la desesperanza, sea lo más parecido a la felicidad.  Es probable que tras la capucha se oculten unos ojos humedecidos, no sólo por la furia de las lacrimógenas, sino que por la sensación de que junto a otros es posible un cambio esperanzador, antes impensado. Ahora sabemos que la felicidad nunca fue una niña robusta, como aquellas adosadas en los anuncios publicitarios con aroma de exitismo, sino la hija parida en el encuentro callejero de anhelos esperanzadores compartidos.
Chile nunca volverá a ser el mismo, después del pasado mes de octubre. 

Ese es el poder de las paradojas: que en medio de la brutalidad, de la muerte y de miles de cuerpos humanos profanados por balines y lumazos, la felicidad sea la premonición de un sentido de vida, fraguado en la liturgia callejera de una solidaridad colectiva con sabor a dignidad.

(*) Publicado en el Periódico NN, N°6, Diciembre 2019. Concepción - Chile.

jueves, 11 de julio de 2019

El Mito de la Verdad Absoluta




Siempre ha habido problemas con la idea de la Verdad, con la niña bonita de la Razón Universal. Tan manoseado como la masa madre preparada en las pizzerías de barrio, el concepto de verdad siempre me ha parecido un dispositivo de poder o como una Espada de Damocles que convierte las relaciones humanas en un pleito político. Allí siempre pierde alguien, invalidado, excomulgado o desmenuzado por el filo de la verdad absoluta. Por eso es preferible plantear que lo que se dice es “genuino”, en lugar de decir que se habla con la Verdad. Y no se trata de repudiar lo verídico, de no querer ser veraz. Lo que ocurre es que es posible desconfiar de cualquier ser humano que se atribuya a sí mismo ser portador o portadora de la verdad. 

Actuar genuinamente va más allá de lo verdadero o de lo falso, de lo correcto o de lo incorrecto. Del latín genuĭnus y derivado de “genus”, alude al linaje, a la palabra “gene”, con relación a la legitimidad y a la autenticidad en su origen. Lo genuino, por tanto, refiere a un dilema ético: es decir, plantear algo genuino es declarar algo legítimo, algo que por ser propio en su origen se enviste de la pureza de la autenticidad. Se trata, entonces, de una reivindicación ética de la subjetividad. “Cada uno tiene su verdad”, me dijo irónicamente una señora una vez en la calle, mientras un predicador enviaba al carajo a todo aquel que no creyese a rajatabla en el Todopoderoso.

Cuando el emperador romano Marcus Aurelius (121-180 D.C.) escribió su obra Meditaciones, registró en griego toda su formación filosófica y espiritual estoica. En la forma de escritos personales, el que fuese uno de los responsables de la Pax Romana en el segundo siglo de nuestra era, destacó más su mundo interior que la dimensión mundana y controvertida de la época. “Todo lo que escuchamos es una opinión, no un hecho. Todo lo que vemos es una perspectiva, no es la verdad”, expresó introspectivamente, como medida para observar las apariencias de todo acontecimiento. Durante mi niñez, cuando los textos de Marcus Aurelius circulaban como reliquias enciclopédicas en las bibliotecas públicas, el cuestionamiento a la noción de Verdad se reposicionaba rebelde entre toda esa devoción por la razón absoluta. Era que no, sí vivíamos una dictadura militar y las verdades de los detenidos desaparecidos quedaban diseminadas por la acción impune del corvo castrense. Marcus Aurelius no era un santo de la devoción de nadie. Aunque esta figura histórica haya ordenado masacrar a pueblos enteros, aún prevalecía en sus escritos la resistencia a toda afirmación incuestionable. Esto puede parecer una conveniente contradicción: la verdad de la autocracia romana, conviviendo con el lírico relativismo estoico. Un tirano relativizando la noción de verdad, para luego morir lejos de la tierra que lo vio nacer.

Si la duda filosófica Kantiana tuvo aparición siglos después, mucho antes de que las aldeas nórdicas se transformasen en ciudades, al menos el emperador, etiquetado como “El Filósofo”, ya situaba la Verdad en el terreno interpretativo; es decir, en la tan desdeñada subjetividad. Y eso suele ocurrir con el Arte. En general, nunca he conocido alguna disciplina artística que haya encerrado el concepto de verdad en las etéreas habitaciones de lo absoluto. Dejarían de crear obras de arte, para dar lugar a infinitas réplicas de una producción en serie. Es que circunscrito a la obra, el ego del artista, por muy exacerbado que sea, erige su verdad reconociéndola única en su interpretación de aquello que representa. Lo paradójico es la manera en que una verdad erigida por un narcisismo tan exuberante pueda subordinarse a aquello tan especial, que es la propia obra. Quizás es el trabajo artístico, tan único en el tiempo y en el espacio, lo que es apreciado con igual valor que el esplendor de su resultado. En este caso, lo particular se antepone a lo universal, como una verdad que se aferra a su carácter de especial, por sobre su pretensión de ser absoluta. Aquí, entonces, lo que satisface es su cualidad de ser única e inédita en un universo de verdades plausibles, dejando lo universal al plebeyo mundo de lo común y de la norma digerible por las masas.

La Verdad, la gran Verdad, ha sido una idea que ha construido y destruido mundos y civilizaciones. Verĭtas, palabra compuesta del adjetivo “verus” (verdadero) y del sufijo “tas” (cualidad), constituye la raíz latina de la idea o concepto de Verdad, de suave entonación fonética castellana, pero blandida como un cuchillo lacerante en la historia de la evolución humana. La verdad develada por alguna divinidad, la verdad científica, la verdad histórica, la verdad filosófica, todas ellas tan sublimes y tan hegemónicas, con semblante pontífice o vestidas de una racionalidad impecable, no han cesado de reclamar una eventual condición aristocrática portadora de la verdad última y definitiva. Un poco más desprestigiadas, se suceden las verdades económicas y políticas, divertidas como los trucos de magia callejeros o cínicas como los titulares mediáticos, pero con un carácter pretencioso o arribista.

Por eso prefiero decir que cada uno habla sólo con su propia verdad. Porque hablar con la propia verdad, única para el que la emite y sin pretender imponerla al otro, es pronunciarse genuinamente. Cualquier imposición suele ser un acto de coerción, que en su grado máximo puede transformarse en esa suerte de tiranía o de fascismo epistémico que llamamos “dogma”.  La verdad es personal, tan única e irrepetible como una huella digital. Se trata de una intuición de algo que trasciende las fronteras del hasta el más impecable raciocinio. Es océano, es incertidumbre; es mutación, transitoriedad. Sólo basta observar nuestra pasión por abrazar una certeza, que uno ancla en el ejercicio de la razón. Pero, sólo es una momentánea vivencia de equilibrio, de frugal ajuste de elementos, que emocionalmente es experimentado como una revelación, un entendimiento inusitado, una visión sólida, en la forma de un argumento irrefutable.

Así de frágiles somos. Porque aunque cada ser humano defiende sus requisitos para aprobar o rechazar una afirmación, estos requisitos siempre son ético-afectivos. Ahí se acaba el mito de la razón pura. Sino no existiría esa sensación, la vivencia de que algo es coherente y primordial. Pero, es una sensación, una premonición intuitiva, para contrarrestar lo inasible. Por eso deseamos imponer nuestra verdad a los otros, para huir de la muerte, de la incertidumbre, de los misterios de la vida y del universo, de la paranoia del caos. Por eso el problema de la verdad es un problema ético y político, que aunque vestida de racionalidad, se nutre de la emocionalidad para otorgarnos la sensación de coherencia, de equilibrio y de perdurabilidad. La verdad depende, por tanto, de nuestra templanza emocional, de esa necesidad humana de disponer de un trozo madera que flote y del cual aferrarnos, en el oceánico abismo de lo desconocido y perecedero.  

Es que, finalmente, la verdad, al ser personal, es patrimonio intercultural de cada ser humano y no un privilegio elitista de una casta o de una clase. Eso lo han sabido muy bien aquellos que han transitado por los escabrosos laberintos de la exclusión, de la marginalidad y de la subordinación. Con tan poco equipaje, los que no tienen, tempranamente han reconocido que la caridad empieza por casa, aunque la casa sea todo el planeta y la humanidad toda. Y más allá de la pobreza que aturde, han sabido distinguir que la verdad no es un souvenir que se porta como título nobiliario, sino que uno acto genuino de escucharse a sí mismo y a los otros, en un pacto de humildad con la historia social y con la dignidad existencial de cada ser humano. Algunos la llamarán “la verdad de la milanesa”; otros, el consenso ético-social que integra la diversidad de verdades humanas, tan genuinas y perennes como el agua que se escurre entre los dedos.


(*) Fotografía: El Vegano Radical.
(**) Publicado en el Periódico NN, Concepción - Chile (Julio 2019).

miércoles, 13 de marzo de 2019

El Prejuicio en La Araucanía


Un gran número de personas piensan que están pensando cuando no hacen más que reordenar sus prejuicios”, señaló William Blake, mientras su genio nutría el romanticismo británico, durante la segunda mitad del siglo XVIII. Y nada hace pensar que el artista inglés erraba en su elucubración. Más allá del momento histórico y del lugar, los prejuicios se han erigido como un proceso protagónico de las relaciones humanas y de los conflictos sociales. Se trata, en pocas palabras, de una visión o de una evaluación preconcebida, por lo general negativa, que se concibe respecto de algo o de otros. Es decir, un juicio previo que antecede, eludiendo aquello del cual toda visión debiese fundarse: la observación y la experiencia de ese algo o de ese otro.

En tales circunstancias, una idea preconcebida surge del miedo a lo desconocido o a lo diferente. También de la creencia fácil y superficial erigida por el propio grupo social de pertenencia, acerca de otros individuos o colectivos. En tal sentido, los conflictos y las desigualdades etno-culturales, de clase, de género o con relación a grupos migrantes se sustentan, además, en la imagen deformada por la propia penumbra. De ahí que el prejuicio proviene de una ignorancia no percibida como tal, pero que se porta de manera autosuficiente, sin necesidad del diálogo real y de la convivencia continua que desmitifica la existencia del otro.

La Araucanía, como proyecto de nación inconcluso, se ha dejado arrastrar, en general, por los prejuicios históricos en los campos de la política, de la cultura, de la academia y del entramado social. Por tanto, la violencia y la muerte en esta región se han fundado en la propia ignorancia y en el esfuerzo sostenido por evitar el diálogo respetuoso y el encuentro genuino entre seres humanos diferentes que comparten un mismo territorio. Ese es el ethos de la pereza cognitiva y política a la base de todo prejuicio: Es más fácil desarrollar una idea preconcebida, que dedicar tiempo y esfuerzo en conocer y apreciar la vastedad del otro y su legítimo derecho a la diferencia.

La fractura social expresada en los asesinatos de Camilo Catrillanca y del matrimonio Luchsinger-Mackay, constituye la evidencia dolorosa de un territorio golpeado por la incomunicación, la ignorancia, la desigualdad y el prejuicio. Es que desde el sutil desdén hasta la violencia extrema, se revisten del desconocimiento histórico del otro. Y para combatir el prejuicio no basta un cómodo arreglo cognitivo: se requiere del trabajo permanente de abrir puentes para fortalecer el diálogo, la convivencia y el conocimiento de la alteridad. 

Fotografía: Clarín.

miércoles, 13 de febrero de 2019

Derechos Humanos: La dignidad en medio de la derrota





No es difícil poner en tela de juicio una eventual tendencia a la bondad del ser humano. “La naturaleza del hombre es malvada. Su bondad es cultura adquirida”, lanzó con dureza Simone de Beauvoir al ethos moralizante de la sociedad europea del siglo XX. La experiencia de la guerra reveló que la vida humana valía menos que la bala o la inteligencia genocida que la cegaba. No es trivial, entonces, la desconfianza generada culturalmente en las relaciones humanas y sociales. Cuenta la historia que en Berlín, cuando los jefes de las fuerzas aliadas tenían que resolver qué iban a hacer con la Alemania derrotada y su territorio, algunos se vieron obligados a incluir una cláusula donde se comprometían a no exterminar al diezmado pueblo germano. Asimismo, tres años más tarde, se publica la Declaración Universal de Derechos Humanos (DDHH). Para unos fue un gesto quizás desesperado, pero políticamente correcto frente a la carnicería de millones de personas que, en tres continentes, vieron con horror cómo la vida se les escapaba.

Y que fue algo políticamente correcto se debe al clímax histórico de las más crueles contradicciones. Esos mismos chicos que con suerte eran amamantados mientras -en 1948- las naciones celebraban el contenido de la Declaración, dos décadas después eran arrojados en tierras desconocidas al fuego de las ametralladoras y al infierno fratricida. En Chile, los versos de Víctor Jara remecían con su “derecho a vivir en paz”, cuando poco después caía –en manos castrenses- bajo la tortura y por casi cuatro docenas de impactos de bala. Por tanto, si De Beauvoir estaba en lo cierto, la socialización, los valores culturales y la memoria, debiesen ser los platos de fondo de la cocina social; no solo un arreglo cognitivo conveniente a los intereses de unos pocos, sino que la base de toda relación social. La Declaración reafirma en su contenido, no solo la existencia, sino también la dignidad de una vida humana que aún es vulnerada a rajatabla. Se trata de que esa noción de la existencia social sea el piso y no el techo al cual debiésemos aspirar. Porque si todos un día  vamos a morir, que sea después de haber experimentado con dignidad nuestra posición social y existencial en este mundo: el hecho mismo  de haber venido al mundo debiese ser una condición más que suficiente para el desarrollo pleno y satisfactorio de la vida individual y colectiva.

Esto se aplica si efectivamente este mundo fue creado por aquellas y aquellos que nos antecedieron, en términos de su responsabilidad histórico-colectiva que condiciona las circunstancias de arribo y las oportunidades de vida, al interior de la estructura social. Pero, sabemos que esto no es así. La marca del arribo queda tatuada en la piel de millones de seres humanos que observan con distancia sideral aquello denominado como una existencia digna. Otros, no se sabe si con mejor suerte, desde la subordinación crediticia hipotecan sus sueños de una vida mejor. Los asesinatos en La Araucanía de Camilo Catrillanca y del matrimonio Luchsinger-Mackay, son dos consecuencias históricas –entre otros tantos ejemplos- de la supremacía del derecho de propiedad por sobre la vida y la dignidad humanas.

Por ello, la emergencia en 1948 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos representa quizás una respuesta tardía y aún ineficaz, si se sabe de siglos de legitimación de la cultura de la violencia, la dominación y la subordinación, en todas las dimensiones de la vida social. En presencia de tipos específicos de dominación y explotación -como ocurre en el caso del neoliberalismo- los derechos humanos están desprovistos de una suficiente capacidad de realización en la vida cotidiana. Su realización efectiva sería un proceso subversivo a los intereses de las élites, las cuales se han abocado históricamente a legitimar las contradicciones evidentes entre discursos y prácticas, en materia de derechos humanos, de vida digna y de buen vivir.

Sin embargo, la subordinación siempre se ha manifestado como una situación incompleta, no como una condición inmodificable. Los chalecos amarillos en la Francia de Macron, las manifestaciones autonomistas indígenas del continente, los movimientos feministas del planeta y las causas ambientalistas, expelen el aroma de resistencia y de la conciencia del derecho a vivir en un mundo libre de la legitimación de la iniquidad social. Es el perfume de la subversión esperanzadora que se expande, cada cierto tiempo, por sobre el hedor de nuestra cómoda insensibilidad. Y esto ha ocurrido siempre, no sólo ahora. “Tengo fe en Chile y su destino” fue la paradoja que arrojó Salvador Allende por Radio Magallanes, poco antes de sucumbir entre las ruinas del palacio de gobierno. Si Simone De Beauvoir viviera aún, diría que Allende -con su épico discurso- transformó en Chile su cultura adquirida, así como la guitarra y la voz de Víctor Jara modificaron la noción de dignidad de los trabajadores de la época.

Si lo que es arriba es abajo y si lo que es abajo es arriba, si ese aforismo es cierto, es posible que un día la humanidad subordinada vea, desde la altura, sus derrotas sociales como un recuerdo mal parido. Es que en la memoria se reconstruye la dignidad individual y colectiva, aunque sea en medio del fracaso y de la muerte. Vivimos en promedio setenta y cinco años, que no es más que un fugaz destello en la inmensidad de los procesos históricos. Ningún interés elitista puede brillar más que el fulgor pasajero de cada vida humana. Como tampoco opacar el valor de los derechos humanos, frente a los triunfos momentáneos de la dominación y de nuestra propia soberbia que la sostiene.

Porque es cosa de tiempo. En el fragor de las brasas, en medio de las candentes cenizas, toda tortilla debe dorarse también por el otro lado.

*  Fotografía: Fundación Víctor Jara.

** Publicado en el Periódico NN, Número 4, Concepción - Chile.