Foto editada por Pablo Ocqueteau.
Es una suerte de exilio político que sobrepasa lo
absurdo. Con frecuencia las chilenas y chilenos residentes en el extranjero, ya
sea en Berlin, Toronto, Moscú o donde las vueltas de la vida nos haya llevado,
vemos como miles de inmigrantes de otros países concurren a sus consulados a
ejercer su derecho a voto. Como estamos la mayoría acostumbrados a masticar el
sabor amargo de la orfandad política, a “naturalizar” y a convivir con la
vulneración de nuestros derechos, la mera idea de votar en el extranjero nos parece
parte del guión de una película marciana. Muchas veces me enfrento a la
situación de que una amiga o un conocido de algún país latinoamericano –o de
cualquier lugar del orbe- me cuenta que va a ir a votar al consulado de su
país. Ahí es donde comienzo a sentir una incomodidad interna, la que desde un
inicial carácter ocasional comienza a transformarse en una incomodidad crónica.
Un malestar en la conciencia ¿Por qué no pueden votar? – me preguntan, en medio
de la sorpresa y de la conmiseración. Obviamente, me cuenta mucho responder.
¿Cómo otorgamos a una situación
política completamente absurda, una justificación plausible de digerir? Somos
unos de los pocos países en el mundo, cuyo ejercicio efectivo del derecho a
voto en el extranjero se encuentra bloqueado por su misma institucionalidad
política ¿Cómo explicar que para aquellos que detentan el poder, el tener
derechos es casi una insolente quimera “comunista”? ¿Cómo justificamos que esa
palabrita, “derecho”, con excepción del derecho de propiedad, es en Chile sólo
una prerrogativa de privilegiados y una prebenda para los buenos inquilinos?
La verborrea dictatorial borró
ese vocablo de nuestra cultura republicana, en un país donde los problemas
públicos pasaron a ser meros problemas individuales. En esta perversa
transmutación semántica, de alquimia política, sus sílabas se oyen como
extraños sonidos de un idioma exótico. Es más que una xenofobia lingüística. Como
en nuestro país hablar de derechos es como platicar de física cuántica, el sólo
hecho de reclamar lo justo; es decir, demandar que el casi millón de chilenas y
chilenos puedan ejercer el derecho a voto en el extranjero, genera serios
inconvenientes para que ello sea asimilado culturalmente.
Porque para la mayoría de las
chilenas y chilenos que residen en el territorio nacional, el voto en el
exterior es tan urgente como sembrar zanahorias en la luna y, salvo valiosas
excepciones, este tópico no ha formado parte de la agenda política cotidiana de
nuestros legisladores y partidos políticos. Lo que para muchos de otros países
es una vergüenza de proporciones, una vulneración grave de un derecho político,
para muchos de nuestros connacionales es menos incómodo que una mosca en la sopa. Una
expresión de sorprendente autorreferencia. Porque cuando Chile fue azotado por
la dictadura militar, cuando nuestra angosta faja de tierra era violentada por
los desastres naturales, la “solidaridad” desde el extranjero transgredía los
límites espaciales de nuestro estrecho nacionalismo, para medir el diámetro del
planeta tierra.
Por eso, la solidaridad debe ser
recíproca y la cultura cívica chilena, la demanda y la construcción colectiva
de derechos, debe trascender las nociones decimonónicas de geopolítica y de espacio
geográfico. Sólo la modorra política o una cultura incapaz de sentir vergüenza
por la vulneración de los derechos de su gente, puede seguir tolerando un año
más el bloqueo intolerable del legítimo derecho a votar en el exterior.