“Cualquiera que sea la libertad por la que luchamos, debe ser una Libertad basada en la Igualdad” – señaló alguna vez la filósofa norteamericana Judith Butler. Y me imagino que esta aseveración, lanzada por una de las más conocidas feministas de nuestro tiempo, podría revolver el estómago de aquellos que disienten de cualquier noción de Igualdad en la sociedad. Aún más, imagino la incomodidad de aquellos que contraponen la Libertad y la Igualdad. Históricamente, la desigualdad la hemos construido en torno a categorías sociales, por sobre todo, las asimetrías de género y, aún más específicamente, las identidades asociadas a lo femenino y a lo masculino. En mi caso, nací con la categoría de “hombre” y crecí como tal, no sólo en términos personales y sociales, sino que también político-institucionales. En cualquier documento escribo que mi sexo es “masculino” y, además, en la vida social todos los hombres nos hemos vistos impelidos a probar –más de una vez- nuestra masculinidad o “virilidad”.
Es cierto que cada cultura
específica construye a su manera sus nociones de feminidad y masculinidad.
Pero, también es posible que “lo masculino” y “lo femenino” trasciendan su
anclaje en los cuerpos, los cuales pueden constituir espacios de libertad o de
opresión y dominación ¿Qué es ser “hombre” más allá de la corporalidad? ¿Cómo
relaciono la Libertad y la Igualdad con una identidad masculina, susceptible de
ser construida o deconstruida? La académica chilena, Lucy Ketterer, reiteró
hace poco que el “género” cruza todas las áreas de nuestras vidas, a veces de
manera subrepticia o invisibilizada; otras, de manera abierta y cruel. Si es
así, el género, no sólo es un asunto de concepciones y de ética personales,
sino una forma inequívoca de relación política, donde las ideas de feminidad y
masculinidad emigran de la zona común de las identidades binarias, hacia los
turbulentos espacios de debate acerca de la Libertad y de la Igualdad. Sin
embargo ¿De dónde provino mi identidad masculina? ¿De qué manera la he
desarrollado en mi vida? ¿Y qué tiene que ver todo eso con mi propia Libertad y
con la Igualdad?
Recuerdo las camisas y los
pantalones, el corte de pelo y el peinado de hombre, la decoración de mi
habitación y los juguetes que cayeron de en mis manos, allá lejos en la niñez,
desde la bien intencionada complacencia de mis tías y de mi madre. Las
reminiscencias son difusas; el tiempo, como buen verdugo y otras veces como sanador,
violenta o disipa implacablemente los recuerdos ¿Qué era ser hombre? Mi
estructura corporal había sido concebida como mi punto de partida existencial. El
uniforme de colegio, la “mocha” en los recreos para posicionarse como macho
alfa, el llanto a solas y a puerta cerrada, el temor a ser categorizado como
mariquita o coliguacho por las huestes de la escuela ¿Cómo era esculpir esa
“hombría”, que parecía un título nobiliario cobrado a punta de puñetazos en
riñas escolares y a la medida del éxito tasado en conquistas sexuales? El vello
púbico que un día aparecía triunfante, el placentero estallido de los primeros
fluidos, el humeante cigarrillo en los labios adolescentes, la botella
embriagando una hilarante reciedumbre. Todo ello iba calando hondo como un
vapor invisible, vistiendo el semblante y cada parte del cuerpo de esa
masculinidad en desarrollo. Así se van entrecruzando las experiencias, como una
telaraña que prodigiosamente se teje en lo más profundo del alma, dando forma a
una mitad de esa muchedumbre llamada especie humana.
Sin embargo, el formateo social
persiste, desde la vereda del frente, pero también desde nuestra propia acera,
como un doloroso disparo de fuego amigo. Y el sexo, aquel acto fecundo que
podría unirnos con amor a todo, se vuelve en nuestra contra, al disociar con
filo lacerante ese “placer del cuerpo”, de la emotiva espiritualidad que brota
con gratitud hacia la compañera o el compañero de nuestras húmedas pasiones. Y
nada nos resguarda de ese fatídico exilio. Porque después todo se reviste de
lenguaje macho y sudoroso. Aparece la “cacha”, “el tirar”, el “culiar” y el
“afilar”, desprendiéndose las palabras,
el universo lírico, de la profundidad única del primigenio erotismo. Lentamente,
algo se va enmoheciendo, se va oxidando, en esa fatídica separación casi
cartesiana. Y nos quedamos con el resto, con las sobras, para vestir una
maltrecha masculinidad, que huele más a una herida abierta o mal cicatrizada,
en el tejido emocional de todo ser humano disociado.
Más tarde, creemos que olvidamos, pero solo reprimimos. La adultez nos arroja hacia un mundo donde se hace efectiva una peligrosa noción de superioridad ¿Qué es ser hombre, entonces, después de todo eso? La imagen de éxito desplaza el valor de ser uno mismo, confundiendo el narcicismo con la dignidad y el amor propios. Con seductora precisión aparecen los sucedáneos: el erotismo del éxito económico, eso de ser “buen partido”, de ser campeón en los estudios y, más tarde, en el trabajo, exudando el poderoso perfume a testosterona que expele una abultada cuenta bancaria. “La plata lo consigue todo, desde el amor, hasta la maquillada caricia de una prostituta” –resuena subrepticiamente en las etílicas juergas del club de Toby.
Así la masculinidad nuestra, aquella construida en una mala transacción con las expectativas y los estereotipos del mundo, comienza a experimentar los dolorosos influjos del ácido láctico que todo músculo espiritual y emocional resiente, ante la tragedia de la propia disociación. Porque para perder de vista al otro (o a la otra) y vulnerar su valor intrínseco, en términos de un universo diferente con el cual continuamente nos encontramos, es necesario practicar el hábito de la disociación. Y con ella deviene el menosprecio aprendido hacia nuestros propios parajes emocionales, que hemos relegado tras las erguidas imágenes del “pelo en pecho”. Surge el miedo a lo desconocido y, como mecanismo de defensa, esa idea de superioridad por sobre la mujer, el gay, la lesbiana, el trans o cualquier otra identidad de género que diverja de la noción binaria de macho heterosexual. “Somos hombres o no somos hombres” – se dice, como si la masculinidad dependiera de una eterna y turgente erección o de la posesión sexual y económica respecto de la hembra.
Sin embargo, a veces me pregunto
qué hay detrás de los ropajes o debajo de nuestro ceñido vestuario de macho
triunfante y superior. Quizás, sólo quizás, un trágico autoengaño. Porque esa
superioridad imaginada y deseada por obra y gracia de nuestro narcisismo,
requiere de la ignorancia aprendida, no sólo respecto del mundo de otros seres
humanos y de las múltiples diferencias que les acompañan. También requiere de
la negación constante de parte importante nuestro propio universo interior. Toda
negación conduce ineludiblemente al propio sufrimiento y al de las/os demás. Tarde
o temprano, las desigualdades o las asimetrías de cualquier tipo, sean las que
sean, se transforman en pequeñas o grandes cadenas para nuestra preciada
libertad.
Siguiendo a Butler, quizás la
Libertad sin Igualdad, sea como una fina cristalería bajo una lluvia de
granizos. Y tal vez ese sea el riesgo personal y social de una masculinidad
vestida de superioridad y de (auto)negación. Al final, sus ropajes terminan
siendo una insoportable camisa de fuerza. Porque para ser libres, para digerir esa
libertad, tal vez se deba dar un paso hacia eso desconocido, hacia aquello que
ha sido relegado a los misterios de lo que somos como seres humanos,
independiente de las categorías sociales de género que han prevalecido en la
cultura a la cual nos aferramos. No se puede ser libre y encontrarnos en
comunidad, mirando al otro (o a la otra) desde arriba y/o desde abajo, o
negando nuestras infinitas diferencias.
En otras palabras y aunque nos
duela este trabajo de deconstrucción de la propia masculinidad: no podemos ser “hombres”,
sin comprender y luego transitar por los desconocidos senderos de la Igualdad y
de la Libertad.