No hay que temer a las paradojas.
Pareciera que las crisis sociales y políticas están destinadas a revelar, a
exponer descarnadamente las más profundas y centrales contradicciones que -como
sociedad- los individuos desarrollan en un momento histórico, llevando estas
contradicciones a su grado extremo. Nos habíamos adormecido en el regazo del
individualismo, donde la capacidad de consumo es el barómetro de la realización
personal y la felicidad una endeble expectativa puesta a prueba en el estómago
del sistema crediticio. El modelo de desarrollo capitalista chileno, como la
piel estirada dolorosamente por pinzas que empujan en direcciones opuestas,
vino a exacerbar las tensiones en un sistema de vida, donde la supervivencia
personal depende de las estrechas oportunidades que provee la cancha rayada por
el neoliberalismo criollo. Y como en la cancha otra cosa es con pelota, vino el
remezón telúrico que deviene cuando cualquier sistema social de vida se aferra
con uñas y dientes a su versión más extrema.
En Chile, del capitalismo
moderado y postcolonial pasamos al neoliberalimo. O más específicamente, del
individualismo, de la indiferencia o de la aversión hacia el otro, nos
precipitamos como sociedad –durante la crisis actual- a una vorágine de
violaciones sistemáticas a los Derechos Humanos. Y no hay engaño más monumental
que pensar que la crisis surgió de un estallido o explosión social,
caracterizado por la sorpresa de su irrupción y por la irracionalidad de su
forma de expresarse. El malestar, la infelicidad y la desesperanza se
experimentaban prolongada y soterradamente, sin avizorar que aquello provenía
de la soledad que provoca el desprecio por los otros. La contradicción entre el
interés personal y el interés colectivo, o entre el bien individual y el bien
común, cegó la posibilidad de comprender que la felicidad se construye con
muchas manos, conciencias y perspectivas y no por obra y gracia del narcisismo
individual. Porque para olvidar que nos construimos gracias a los otros, hay
que negar y, luego, justificar nuestra aprendida indiferencia respecto de los
demás. Y porque para golpear, asesinar, torturar, mutilar y violar, hace mucho
rato que nos tiene que haber importado un carajo aquello que paradojalmente
denominamos prójimo.
El lifting facial del “milagro chileno” terminó por desgarrar las
dermis y los tejidos de una dignidad, que la mayoría de la población recogía de
las sobras que arrojaba un pequeño grupo social privilegiado. La felicidad
anhelada se había escapado en medio de la ilusión exitista de nuestro pequeño
arribismo social y de la ansiosa necesidad de diferenciarnos ascendentemente de
los otros. Todos querían pertenecer a la corte del rey, porque así la élite
había prometido. Lo que no sabíamos, era que el rey nunca nos permitiría ser
parte de esa selecta corte, evidencia brutal de la segregación más extrema de
la dignidad personal y social. Pero, las contradicciones se hicieron tan
visibles y descaradas, que desde la sumisión muchas personas comenzaron a
levantar la vista. Y levantar la cabeza para mirar a los ojos siempre ha sido
acto de rebeldía y de subversión.
En esta crisis, algo tan
preciado, como momentáneamente olvidado, se hizo carne en torno al humeante
espacio público de las barricadas. Al fragor de las marchas, de las
performances; junto a la solidaridad
expresada en una improvisada atención médica callejera o en una olla común, el
encuentro entre seres humanos transgredió algunas barreras sociales erigidas
por el relato segregacionista. Para
muchas mujeres y hombres, especialmente para los que muerden el polvo de la
desesperanza material y social, la lucha les restituyó la posibilidad de
disponer un sentido de vida, ya no solo personal, sino que también para
aquellos que ni siquiera conocemos, pero que le reconocemos el derecho una vida
digna.
Y es quizás la lucha establecida
en la calle, donde la posibilidad de tener un sentido de vida que se imponga a
la desesperanza, sea lo más parecido a la felicidad. Es probable que tras la capucha se oculten
unos ojos humedecidos, no sólo por la furia de las lacrimógenas, sino que por
la sensación de que junto a otros es posible un cambio esperanzador, antes
impensado. Ahora sabemos que la felicidad nunca fue una niña robusta, como
aquellas adosadas en los anuncios publicitarios con aroma de exitismo, sino la
hija parida en el encuentro callejero de anhelos esperanzadores compartidos.
Chile nunca volverá a ser el
mismo, después del pasado mes de octubre.
Ese es el poder de las paradojas:
que en medio de la brutalidad, de la muerte y de miles de cuerpos humanos
profanados por balines y lumazos, la felicidad sea la premonición de un sentido
de vida, fraguado en la liturgia callejera de una solidaridad colectiva con
sabor a dignidad.
(*) Publicado en el Periódico NN, N°6, Diciembre 2019. Concepción - Chile.
(*) Publicado en el Periódico NN, N°6, Diciembre 2019. Concepción - Chile.