Ilustración de Jorge Zambrano.
Enarbolando
una húmeda y vanguardista pluma, la escritora francesa Anais Nin abofeteó con
su “Delta de Venus”, allá por 1939, la puntillosa sensibilidad de la época. Su
intensidad descarnada arrastró su exploración erótica y emotiva hacia los
imbricados recovecos del incesto y del encuentro íntimo con hombres, mujeres y
parejas. Transgrediendo los cánones heteronormativos y judeocristianos, su
itinerario vital hilvanó lo que lentamente dio a lugar a un indeleble pacto
entre la propia vida y la combustión erótica de su obra, entre la urgencia de
la vivencia y la osadía con que observó el universo de su corporalidad y de
toda frágil libertad. “El erotismo es una de las bases del
conocimiento de uno mismo, tan indispensable como la poesía” –sentenció
abiertamente, rozando en retrospectiva las huellas mnémicas de aquello que en
otros despertaría la necesidad apremiante de la reserva o el erosivo temor a la
sanción social.
Era
cosa de tiempo. Después de casi tres meses de intentos por concertar una
entrevista con parejas que han extendido su experiencia sexual al tándem
erótico con pares, sus testimonios revelaron una paradójica libertad. Profesionales
o con trabajos en una amplia gama de producción y venta de servicios,
dedicados[as] a la maternidad y paternidad, además de concentrarse en el
bienestar de sus parejas, sus vidas no difieren de los altibajos que padece y
goza cualquier mortal de este planeta. Provenientes de diversos sectores sociales
y con una diversidad de apariencias corporales, las parejas swingers parecen
practicar una suerte de democracia socioerótica que no vulnera ese contrato
tácito ligado a la fidelidad afectiva. Se trata de una relativización de la
exclusividad sexual, que se caracteriza
por la permisividad del contacto íntimo –simultáneo o sucesivo- con otras
personas, bajo el consentimiento explícito de la pareja.
El
relato de Paula [los nombres han sido cambiados], de 44 años de edad y con casi
una década de encuentros swingers, devela una ruptura con las concepciones de
pareja heteronormativas y patriarcales. Sus contactos sexuales en fiestas con
otras mujeres y hombres son valorados como un acto orientado a buscar, no sólo
el propio placer, sino que también el máximo deleite sexual de la pareja. Ahora
bien, si las fiestas grupales donde se fraterniza sexualmente sugieren el
quiebre del tradicional imperativo monogámico, también es cierto que esa aparente
libertad sexual es ejercida sin obviar una dimensión intransferible que imponen
a la fidelidad: se ama sólo a la pareja. Francisca (37), otra entrevistada,
revela que esta regla es transversal dentro de la ética swinger. Nada
transcurre tras bambalinas; el despliegue de contactos sexuales, por múltiples
que sean en un solo evento, deviene con el inequívoco conocimiento y la
aprobación de la pareja. Un encuentro sexual sin aviso puede generar una crisis
conyugal, así como aquellas expresiones de afecto con otras personas que
denoten algo más que el solo deleite de la corporalidad compartida.
Desde
una perspectiva foucaultiana, las
prácticas swingers no están exentas de su ubicación en los ámbitos del poder,
del control y de la vigilancia. Y no sólo respecto de la sociedad, sino que
también al interior de los mismos espacios de intercambio de experiencias
sexuales. En otras palabras, se rigen bajo otros dispositivos biopolíticos que
regulan la expresión de la sexualidad, del género y los deseos. Del mismo modo,
no consistirían en prácticas que destruyen las concepciones de relación de
pareja, de fidelidad y de la sexualidad. Al contrario, se erigirían como una
expresión socioafectiva que resignifica todo eso, dependiendo de los espacios
de aceptación o rechazo establecidos por la sociedad, así como por las otras
parejas o individuos swingers.
Por
otra parte, esta resignificación conduciría a un replanteamiento de la heterocentralidad
y del machismo. Fernando (52), profesional del marketing, refiere que para un
hombre es mucho más difícil adaptar su estructura valórica a la experiencia
swinger de su pareja-mujer. Romper con el arraigado habitus cultural, que establece un dominio exclusivo del hombre sobre
el cuerpo y la sexualidad de “su” mujer, se experimentaría como una
transformación mayúscula del propio sistema de valores y de creencias. Para
Fernando fue alcanzar un nivel de transparencia y de honestidad que define como
“brutales”, donde el sentido de propiedad sobre el cuerpo de su pareja dio a
lugar a la desapropiación y a su
focalización en la fidelidad afectiva.
Así
como la revelación literaria de la vida erótica de Anais Nin irrumpió con
estruendo en la aparente solidez moral de la época, actualmente la práctica
swinger se ha erigido en las redes y espacios sociales como una concepción más
sobre la propia sexualidad, que ha ido transformado las nociones
heteronormativas y patriarcales de relación entre cuerpo y afecto. Quizás sin
concebirlo, aquellas personas que la ejercen han modificado la biopolítica de
la sexualidad, con relación al entorno social. En una sociedad patriarcal, donde
la sexualidad se erige –bajo una óptica foucaultiana-
como un campo de batalla donde se establecen sobredeterminaciones y
dominaciones, también surgirían resistencias, negociaciones y extensiones de
límites. Al transgredir las normas heteronormativas y patriarcales y al ser
susceptibles del rechazo social, los individuos y parejas swingers transformarían
en un proceso político su identidad y sus concepciones eróticas y sexuales.
Así como las nociones predominantes acerca de la
sexualidad establecen las posibilidades del cuerpo, aquí el control y la
vigilancia de la sexualidad administran lo más profundo de la vida humana y de
las relaciones sociales. De esa tensión entre dominación y resistencia, surgen
las transformaciones referidas a la vivencia y expresión de la propia
sexualidad, sus vectores, su estructura valórica y su poder político transformador.
Mirada de esta manera, la práctica swinger no se trataría de una vida de
descontrol y de libertinaje sexual, sino que de un pacto político diferente
sobre la administración de los cuerpos, de la afectividad y de la experiencia
sexual. Al fin y al cabo, se trata de una variante biopolítica que en ciertos
espacios porfía por su vigencia, aunque Anais Nin y Michel Foucault retocen -tras
sus muertes- en las inciertas dimensiones de la incorporeidad.
(*) Columna preparada para la Revista Bufé. Concepción, Chile.