Epígrafe Fronterizo

"El peor analfabeto es el analfabeto político. No oye, no habla, no participa de los acontecimientos políticos. No sabe que el costo de la vida, el precio de los garbanzos, del pan, de la harina, del vestido, de los zapatos y de los remedios dependen de decisiones políticas. El analfabeto político es tan burro que se enorgullece y se ensancha el pecho diciendo que odia la política. No sabe que de su ignorancia política nace la prostituta, el niño abandonado y el peor de todos los bandidos que es el político corrupto, mequetrefe y lacayo de las empresas nacionales y multinacionales"

Bertold Brecht

jueves, 11 de julio de 2019

El Mito de la Verdad Absoluta




Siempre ha habido problemas con la idea de la Verdad, con la niña bonita de la Razón Universal. Tan manoseado como la masa madre preparada en las pizzerías de barrio, el concepto de verdad siempre me ha parecido un dispositivo de poder o como una Espada de Damocles que convierte las relaciones humanas en un pleito político. Allí siempre pierde alguien, invalidado, excomulgado o desmenuzado por el filo de la verdad absoluta. Por eso es preferible plantear que lo que se dice es “genuino”, en lugar de decir que se habla con la Verdad. Y no se trata de repudiar lo verídico, de no querer ser veraz. Lo que ocurre es que es posible desconfiar de cualquier ser humano que se atribuya a sí mismo ser portador o portadora de la verdad. 

Actuar genuinamente va más allá de lo verdadero o de lo falso, de lo correcto o de lo incorrecto. Del latín genuĭnus y derivado de “genus”, alude al linaje, a la palabra “gene”, con relación a la legitimidad y a la autenticidad en su origen. Lo genuino, por tanto, refiere a un dilema ético: es decir, plantear algo genuino es declarar algo legítimo, algo que por ser propio en su origen se enviste de la pureza de la autenticidad. Se trata, entonces, de una reivindicación ética de la subjetividad. “Cada uno tiene su verdad”, me dijo irónicamente una señora una vez en la calle, mientras un predicador enviaba al carajo a todo aquel que no creyese a rajatabla en el Todopoderoso.

Cuando el emperador romano Marcus Aurelius (121-180 D.C.) escribió su obra Meditaciones, registró en griego toda su formación filosófica y espiritual estoica. En la forma de escritos personales, el que fuese uno de los responsables de la Pax Romana en el segundo siglo de nuestra era, destacó más su mundo interior que la dimensión mundana y controvertida de la época. “Todo lo que escuchamos es una opinión, no un hecho. Todo lo que vemos es una perspectiva, no es la verdad”, expresó introspectivamente, como medida para observar las apariencias de todo acontecimiento. Durante mi niñez, cuando los textos de Marcus Aurelius circulaban como reliquias enciclopédicas en las bibliotecas públicas, el cuestionamiento a la noción de Verdad se reposicionaba rebelde entre toda esa devoción por la razón absoluta. Era que no, sí vivíamos una dictadura militar y las verdades de los detenidos desaparecidos quedaban diseminadas por la acción impune del corvo castrense. Marcus Aurelius no era un santo de la devoción de nadie. Aunque esta figura histórica haya ordenado masacrar a pueblos enteros, aún prevalecía en sus escritos la resistencia a toda afirmación incuestionable. Esto puede parecer una conveniente contradicción: la verdad de la autocracia romana, conviviendo con el lírico relativismo estoico. Un tirano relativizando la noción de verdad, para luego morir lejos de la tierra que lo vio nacer.

Si la duda filosófica Kantiana tuvo aparición siglos después, mucho antes de que las aldeas nórdicas se transformasen en ciudades, al menos el emperador, etiquetado como “El Filósofo”, ya situaba la Verdad en el terreno interpretativo; es decir, en la tan desdeñada subjetividad. Y eso suele ocurrir con el Arte. En general, nunca he conocido alguna disciplina artística que haya encerrado el concepto de verdad en las etéreas habitaciones de lo absoluto. Dejarían de crear obras de arte, para dar lugar a infinitas réplicas de una producción en serie. Es que circunscrito a la obra, el ego del artista, por muy exacerbado que sea, erige su verdad reconociéndola única en su interpretación de aquello que representa. Lo paradójico es la manera en que una verdad erigida por un narcisismo tan exuberante pueda subordinarse a aquello tan especial, que es la propia obra. Quizás es el trabajo artístico, tan único en el tiempo y en el espacio, lo que es apreciado con igual valor que el esplendor de su resultado. En este caso, lo particular se antepone a lo universal, como una verdad que se aferra a su carácter de especial, por sobre su pretensión de ser absoluta. Aquí, entonces, lo que satisface es su cualidad de ser única e inédita en un universo de verdades plausibles, dejando lo universal al plebeyo mundo de lo común y de la norma digerible por las masas.

La Verdad, la gran Verdad, ha sido una idea que ha construido y destruido mundos y civilizaciones. Verĭtas, palabra compuesta del adjetivo “verus” (verdadero) y del sufijo “tas” (cualidad), constituye la raíz latina de la idea o concepto de Verdad, de suave entonación fonética castellana, pero blandida como un cuchillo lacerante en la historia de la evolución humana. La verdad develada por alguna divinidad, la verdad científica, la verdad histórica, la verdad filosófica, todas ellas tan sublimes y tan hegemónicas, con semblante pontífice o vestidas de una racionalidad impecable, no han cesado de reclamar una eventual condición aristocrática portadora de la verdad última y definitiva. Un poco más desprestigiadas, se suceden las verdades económicas y políticas, divertidas como los trucos de magia callejeros o cínicas como los titulares mediáticos, pero con un carácter pretencioso o arribista.

Por eso prefiero decir que cada uno habla sólo con su propia verdad. Porque hablar con la propia verdad, única para el que la emite y sin pretender imponerla al otro, es pronunciarse genuinamente. Cualquier imposición suele ser un acto de coerción, que en su grado máximo puede transformarse en esa suerte de tiranía o de fascismo epistémico que llamamos “dogma”.  La verdad es personal, tan única e irrepetible como una huella digital. Se trata de una intuición de algo que trasciende las fronteras del hasta el más impecable raciocinio. Es océano, es incertidumbre; es mutación, transitoriedad. Sólo basta observar nuestra pasión por abrazar una certeza, que uno ancla en el ejercicio de la razón. Pero, sólo es una momentánea vivencia de equilibrio, de frugal ajuste de elementos, que emocionalmente es experimentado como una revelación, un entendimiento inusitado, una visión sólida, en la forma de un argumento irrefutable.

Así de frágiles somos. Porque aunque cada ser humano defiende sus requisitos para aprobar o rechazar una afirmación, estos requisitos siempre son ético-afectivos. Ahí se acaba el mito de la razón pura. Sino no existiría esa sensación, la vivencia de que algo es coherente y primordial. Pero, es una sensación, una premonición intuitiva, para contrarrestar lo inasible. Por eso deseamos imponer nuestra verdad a los otros, para huir de la muerte, de la incertidumbre, de los misterios de la vida y del universo, de la paranoia del caos. Por eso el problema de la verdad es un problema ético y político, que aunque vestida de racionalidad, se nutre de la emocionalidad para otorgarnos la sensación de coherencia, de equilibrio y de perdurabilidad. La verdad depende, por tanto, de nuestra templanza emocional, de esa necesidad humana de disponer de un trozo madera que flote y del cual aferrarnos, en el oceánico abismo de lo desconocido y perecedero.  

Es que, finalmente, la verdad, al ser personal, es patrimonio intercultural de cada ser humano y no un privilegio elitista de una casta o de una clase. Eso lo han sabido muy bien aquellos que han transitado por los escabrosos laberintos de la exclusión, de la marginalidad y de la subordinación. Con tan poco equipaje, los que no tienen, tempranamente han reconocido que la caridad empieza por casa, aunque la casa sea todo el planeta y la humanidad toda. Y más allá de la pobreza que aturde, han sabido distinguir que la verdad no es un souvenir que se porta como título nobiliario, sino que uno acto genuino de escucharse a sí mismo y a los otros, en un pacto de humildad con la historia social y con la dignidad existencial de cada ser humano. Algunos la llamarán “la verdad de la milanesa”; otros, el consenso ético-social que integra la diversidad de verdades humanas, tan genuinas y perennes como el agua que se escurre entre los dedos.


(*) Fotografía: El Vegano Radical.
(**) Publicado en el Periódico NN, Concepción - Chile (Julio 2019).