Siempre ha habido problemas con la idea de la Verdad, con la niña
bonita de la Razón Universal. Tan manoseado como la masa madre preparada en las
pizzerías de barrio, el concepto de verdad siempre me ha parecido un
dispositivo de poder o como una Espada de Damocles que convierte las relaciones
humanas en un pleito político. Allí siempre pierde alguien, invalidado,
excomulgado o desmenuzado por el filo de la verdad absoluta. Por eso es preferible
plantear que lo que se dice es “genuino”, en lugar de decir que se habla con la
Verdad. Y no se trata de repudiar lo verídico, de no querer ser veraz. Lo que
ocurre es que es posible desconfiar de cualquier ser humano que se atribuya a sí mismo ser
portador o portadora de la verdad.
Actuar genuinamente va más allá de lo verdadero o de lo falso, de lo
correcto o de lo incorrecto. Del latín genuĭnus
y derivado de “genus”, alude al linaje, a la palabra
“gene”, con relación a la legitimidad y a la autenticidad en su origen. Lo
genuino, por tanto, refiere a un dilema ético: es decir, plantear algo genuino es
declarar algo legítimo, algo que por ser propio en su origen se enviste de la
pureza de la autenticidad. Se trata, entonces, de una
reivindicación ética de la subjetividad. “Cada
uno tiene su verdad”, me dijo irónicamente una señora una vez en la calle,
mientras un predicador enviaba al carajo a todo aquel que no creyese a
rajatabla en el Todopoderoso.
Cuando el emperador romano Marcus Aurelius (121-180 D.C.) escribió su
obra Meditaciones, registró en griego
toda su formación filosófica y espiritual estoica. En la forma de escritos
personales, el que fuese uno de los responsables de la Pax Romana en el segundo siglo de nuestra era, destacó más su mundo
interior que la dimensión mundana y controvertida de la época. “Todo lo que escuchamos es una opinión, no un
hecho. Todo lo que vemos es una perspectiva, no es la verdad”, expresó
introspectivamente, como medida para observar las apariencias de todo
acontecimiento. Durante mi niñez, cuando los textos de Marcus Aurelius
circulaban como reliquias enciclopédicas en las bibliotecas públicas, el
cuestionamiento a la noción de Verdad se reposicionaba rebelde entre toda esa
devoción por la razón absoluta. Era que no, sí vivíamos una dictadura militar y
las verdades de los detenidos desaparecidos quedaban diseminadas por la acción
impune del corvo castrense. Marcus Aurelius no era un santo de la devoción de
nadie. Aunque esta figura histórica haya ordenado masacrar a pueblos enteros, aún
prevalecía en sus escritos la resistencia a toda afirmación incuestionable. Esto
puede parecer una conveniente contradicción: la verdad de la autocracia romana,
conviviendo con el lírico relativismo estoico. Un tirano relativizando la
noción de verdad, para luego morir lejos de la tierra que lo vio nacer.
Si la duda filosófica Kantiana tuvo aparición siglos después, mucho
antes de que las aldeas nórdicas se transformasen en ciudades, al menos el
emperador, etiquetado como “El Filósofo”, ya situaba la Verdad en el terreno
interpretativo; es decir, en la tan desdeñada subjetividad. Y eso suele ocurrir
con el Arte. En general, nunca he conocido alguna disciplina artística que haya
encerrado el concepto de verdad en las etéreas habitaciones de lo absoluto.
Dejarían de crear obras de arte, para dar lugar a infinitas réplicas de una
producción en serie. Es que circunscrito a la obra, el ego del artista, por muy
exacerbado que sea, erige su verdad reconociéndola única en su interpretación
de aquello que representa. Lo paradójico es la manera en que una verdad erigida
por un narcisismo tan exuberante pueda subordinarse a aquello tan especial, que
es la propia obra. Quizás es el trabajo artístico, tan único en el tiempo y en
el espacio, lo que es apreciado con igual valor que el esplendor de su
resultado. En este caso, lo particular se antepone a lo universal, como una verdad
que se aferra a su carácter de especial, por sobre su pretensión de ser
absoluta. Aquí, entonces, lo que satisface es su cualidad de ser única e
inédita en un universo de verdades plausibles, dejando lo universal al plebeyo
mundo de lo común y de la norma digerible por las masas.
La Verdad, la gran Verdad, ha sido una idea que ha construido y
destruido mundos y civilizaciones. Verĭtas,
palabra compuesta del adjetivo “verus” (verdadero) y del sufijo “tas”
(cualidad), constituye la raíz latina de la idea o concepto de Verdad, de suave
entonación fonética castellana, pero blandida como un cuchillo lacerante en la
historia de la evolución humana. La verdad develada por alguna divinidad, la
verdad científica, la verdad histórica, la verdad filosófica, todas ellas tan
sublimes y tan hegemónicas, con semblante pontífice o vestidas de una
racionalidad impecable, no han cesado de reclamar una eventual condición
aristocrática portadora de la verdad última y definitiva. Un poco más
desprestigiadas, se suceden las verdades económicas y políticas, divertidas
como los trucos de magia callejeros o cínicas como los titulares mediáticos,
pero con un carácter pretencioso o arribista.
Por eso prefiero decir que cada uno habla sólo con su propia verdad. Porque
hablar con la propia verdad, única para el que la emite y sin pretender
imponerla al otro, es pronunciarse genuinamente. Cualquier imposición suele ser
un acto de coerción, que en su grado máximo puede transformarse en esa suerte
de tiranía o de fascismo epistémico que llamamos “dogma”. La verdad es personal, tan única e irrepetible
como una huella digital. Se trata de una intuición de algo que trasciende las
fronteras del hasta el más impecable raciocinio. Es océano, es incertidumbre;
es mutación, transitoriedad. Sólo basta observar nuestra pasión por abrazar una
certeza, que uno ancla en el ejercicio de la razón. Pero, sólo es una momentánea
vivencia de equilibrio, de frugal ajuste de elementos, que emocionalmente es
experimentado como una revelación, un entendimiento inusitado, una visión
sólida, en la forma de un argumento irrefutable.
Así de frágiles somos. Porque aunque cada ser humano defiende sus
requisitos para aprobar o rechazar una afirmación, estos requisitos siempre son
ético-afectivos. Ahí se acaba el mito de la razón pura. Sino no existiría esa
sensación, la vivencia de que algo es coherente y primordial. Pero, es una
sensación, una premonición intuitiva, para contrarrestar lo inasible. Por eso deseamos
imponer nuestra verdad a los otros, para huir de la muerte, de la
incertidumbre, de los misterios de la vida y del universo, de la paranoia del
caos. Por eso el problema de la verdad es un problema ético y político, que aunque
vestida de racionalidad, se nutre de la emocionalidad para otorgarnos la
sensación de coherencia, de equilibrio y de perdurabilidad. La verdad depende,
por tanto, de nuestra templanza emocional, de esa necesidad humana de disponer
de un trozo madera que flote y del cual aferrarnos, en el oceánico abismo de lo
desconocido y perecedero.
Es que, finalmente, la verdad, al ser personal, es patrimonio intercultural
de cada ser humano y no un privilegio elitista de una casta o de una clase. Eso
lo han sabido muy bien aquellos que han transitado por los escabrosos
laberintos de la exclusión, de la marginalidad y de la subordinación. Con tan
poco equipaje, los que no tienen, tempranamente han reconocido que la caridad
empieza por casa, aunque la casa sea todo el planeta y la humanidad toda. Y más
allá de la pobreza que aturde, han sabido distinguir que la verdad no es un souvenir que se porta como título
nobiliario, sino que uno acto genuino de escucharse a sí mismo y a los otros,
en un pacto de humildad con la historia social y con la dignidad existencial de
cada ser humano. Algunos la llamarán “la verdad de la milanesa”; otros, el
consenso ético-social que integra la diversidad de verdades humanas, tan
genuinas y perennes como el agua que se escurre entre los dedos.
(*) Fotografía: El Vegano Radical.
(**) Publicado en el Periódico NN, Concepción - Chile (Julio 2019).