“Fue como una puñalada
teleserie mexicana con derecho a todo
Muy cargada al maquillaje
para esconder la culpa que lleva por dentro
ciudad traicionera
lo lleva por dentro”
teleserie mexicana con derecho a todo
Muy cargada al maquillaje
para esconder la culpa que lleva por dentro
ciudad traicionera
lo lleva por dentro”
- Joe Vasconcelos
Siempre
se ha experimentado el deseo incontinente de enviar la ciudad al carajo. La
indiferencia de las calles, la juerga trivial de los bares, el desencanto tras
una expectativa frustrada o los fluidos exudados en todo acto de supervivencia,
corren con frecuencia por el caudal aglomerado de una humanidad, que serpentea
bulliciosa por las arterias de pavimento que imbrican toda la urbe. Cuesta
creer en la bondad de las ciudades; más aún si vienes de abajo, de la calle con
ripio, de la casa pareada con la furia del vecino o de la barriada periférica
segregada de esos pocos que tuvieron mejor suerte.
Dan ganas
de irse a un pueblo chico, donde ni la junta de vecinos es tan necesaria,
porque en ocasiones, alrededor de una parrilla, de la copucha arremolinada y de
botellones de vino tinto, hasta el color de las calesitas de la plaza se
deciden con la boca y la copa llena. “Los pueblos son libros, las ciudades
periódicos mentirosos”, murmuraba Federico García Lorca, para más tarde
caer fusilado entre dos pueblos de la Provincia de Granada. Los fascistas lo
durmieron para siempre, pero al menos cerró los ojos en las faldas de un olivo
y no a espaldas de un muro ametrallado.
Sé de
quienes adoran y se aferran a algunas ciudades, como Berlin, Paris, Buenos
Aires o Santiago de Chile. Otros las quieren olvidar. Pero, siempre esa
predilección o ese repudio es el resultado de la propia vivencia, que muchas
veces no tiene nada que ver con la vivencia de los otros. El regocijo
experimentado al caminar por las calles de algún barrio del planeta, ya sea
Kreuzberg, Saint Denis, Barrio Brasil o San Telmo, convive con el desamor
derramado por otros en las mismas veredas transitadas.
En las
ciudades se nace y se muere, pero también se vive maquillado para ocultar la
sensación de peligro o de atracción que nos inspira el otro. De una u otra
forma, el camino hacia la alteridad siempre supuso saltar la valla de la
clausura social que nos segrega a unos de otros. Porque mientras unos pocos
deambulan sobre el umbral endogámico de los privilegios, otra humanidad circula
por los intersticios urbanos, donde la invisibilidad duele y la pobreza entume
el alma con ese olor a subsistencia. Ambos, unos y otros, no se tocan, ni se
huelen, porque el aroma que liberan, requiere –para ser percibido- de aquella
proximidad dérmica lapidada por la segregación social instalada.
Dan ganas
de dormirse en una calle y despertar, aunque sea muerto de frío, a la orilla de
un arroyo perdido en la montaña. Porque hasta el mismo callejón por donde
caminaba la abuela y la madre, cargando el morral con verduras, ahora transmuta
por la especulación inmobiliaria con estética hipster. El viejo barrio,
las pandillas y los amigos, hombres y mujeres sudando la jornada y volviendo
por las noches a ese vecindario tan habitual como el vaso de vino en el bar de
la esquina, son lentamente gentrificados (del anglisismo gentry o
“burgués”), que significa patear el trasero a los antiguos pobladores, para
desalojarlos y desplazarlos a quién sabe dónde.
Las historias
de vida, fugaces como un destello en el espacio-tiempo de la evolución urbana,
muerden la tragedia de los proyectos vitales truncados o la seductora idea de
un merecido lugar en la cúspide social. Sin embargo, no hay meritocracia alguna
en ser arrojado al mundo, para ser luego atrapado por la telaraña social en
donde a uno lo han parido. Y como el privilegio o la pobreza con que somos
recibidos en este cosmos humano, son como un puerto en el cual varamos casi por
accidente, el acto de encallar sí escapa a nuestra voluntad, pero no así los
naturalizados roqueríos esculpidos por la desigualdad de las condiciones de
existencia. El azar, entonces, es una mala excusa, un maquillado relato para
ocultar la responsabilidad colectiva ante el privilegio, por un lado, y ante la
pobreza o la desesperanza, por el otro.
Dan ganas
de abrazar al vecino y advertirle en un susurro que la ciudad nos ha
traicionado. Porque frente a la promesa de ser feliz, ya sea por obra de Dios o
de la humanidad derramada en la urbe, la ciudad muchas veces infiere la
estocada sin la culpa colectiva que lleva por dentro. “La bondad podía
encontrarse a veces en el centro del infierno”, decía Charles Bukowski, con un
optimismo agrio, como el vodka barato con que refregaba su garganta. Y no
hablaba de la escena emotiva de una teleserie mexicana o de un culebrón
apasionado con derecho a todo. La bondad seguirá siendo un intento resiliente
por reducir la distancia sideral, que la geografía urbana ha trazado entre los
seres humanos. Y si la ciudad es traicionera, hasta el abrazo entre dos
desconocidos es un acto de resistencia. Porque mientras exista el beso furtivo
en los bulevares, la taza de azúcar generosa de la vecina, la sonrisa exultante
por las alegrías del otro o la vivencia de compasión –y no de lástima- frente
al dolor o la desesperanza, los muros sociales que segregan y que fueron
levantados en las urbes para restar valor a los otros, quizás algún día puedan
ceder ante la fuerza inexorable de la empatía y del reconocimiento.
Dan ganas
de quedarse en el bar, hasta que las luces se apaguen y entre las sombras
vuelvan a parpadear esos ojos adormilados que humedecían la adolescencia. Dan
ganas de rellenar el vaso con sorbos cortos de esa mirada que, luego de tantos
solsticios y desde el otro lado de la urbe, pasó a ser memoria violenta de un
beso desvanecido. Por eso la ciudad convierte en auras astrales y en añoranza
los recuerdos. Los desfigura, los atomiza en pequeñas escenas que, con el
tiempo, queman cuando se rememoran. Y, finalmente, los pulveriza, para esparcir
sus partículas en la nada.
Ciudad traicionera, ciudad de mierda: ni siquiera la culpa la lleva por dentro.
(*) Fotografía: La Izquierda Diario Chile.
(**) Columna publicada en NN Periódico (número 3), Concepción, Chile.
Ciudad traicionera, ciudad de mierda: ni siquiera la culpa la lleva por dentro.
(*) Fotografía: La Izquierda Diario Chile.
(**) Columna publicada en NN Periódico (número 3), Concepción, Chile.
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