Epígrafe Fronterizo

"El peor analfabeto es el analfabeto político. No oye, no habla, no participa de los acontecimientos políticos. No sabe que el costo de la vida, el precio de los garbanzos, del pan, de la harina, del vestido, de los zapatos y de los remedios dependen de decisiones políticas. El analfabeto político es tan burro que se enorgullece y se ensancha el pecho diciendo que odia la política. No sabe que de su ignorancia política nace la prostituta, el niño abandonado y el peor de todos los bandidos que es el político corrupto, mequetrefe y lacayo de las empresas nacionales y multinacionales"

Bertold Brecht

miércoles, 29 de agosto de 2018

Ciudad Traicionera





Fue como una puñalada
teleserie mexicana con derecho a todo
Muy cargada al maquillaje
para esconder la culpa que lleva por dentro
ciudad traicionera
lo lleva por dentro


- Joe Vasconcelos




Siempre se ha experimentado el deseo incontinente de enviar la ciudad al carajo. La indiferencia de las calles, la juerga trivial de los bares, el desencanto tras una expectativa frustrada o los fluidos exudados en todo acto de supervivencia, corren con frecuencia por el caudal aglomerado de una humanidad, que serpentea bulliciosa por las arterias de pavimento que imbrican toda la urbe. Cuesta creer en la bondad de las ciudades; más aún si vienes de abajo, de la calle con ripio, de la casa pareada con la furia del vecino o de la barriada periférica segregada de esos pocos que tuvieron mejor suerte.


Dan ganas de irse a un pueblo chico, donde ni la junta de vecinos es tan necesaria, porque en ocasiones, alrededor de una parrilla, de la copucha arremolinada y de botellones de vino tinto, hasta el color de las calesitas de la plaza se deciden con la boca y la copa llena. “Los pueblos son libros, las ciudades periódicos mentirosos”, murmuraba Federico García Lorca, para más tarde caer fusilado entre dos pueblos de la Provincia de Granada. Los fascistas lo durmieron para siempre, pero al menos cerró los ojos en las faldas de un olivo y no a espaldas de un muro ametrallado.


Sé de quienes adoran y se aferran a algunas ciudades, como Berlin, Paris, Buenos Aires o Santiago de Chile. Otros las quieren olvidar. Pero, siempre esa predilección o ese repudio es el resultado de la propia vivencia, que muchas veces no tiene nada que ver con la vivencia de los otros. El regocijo experimentado al caminar por las calles de algún barrio del planeta, ya sea Kreuzberg, Saint Denis, Barrio Brasil o San Telmo, convive con el desamor derramado por otros en las mismas veredas transitadas.


En las ciudades se nace y se muere, pero también se vive maquillado para ocultar la sensación de peligro o de atracción que nos inspira el otro. De una u otra forma, el camino hacia la alteridad siempre supuso saltar la valla de la clausura social que nos segrega a unos de otros. Porque mientras unos pocos deambulan sobre el umbral endogámico de los privilegios, otra humanidad circula por los intersticios urbanos, donde la invisibilidad duele y la pobreza entume el alma con ese olor a subsistencia. Ambos, unos y otros, no se tocan, ni se huelen, porque el aroma que liberan, requiere –para ser percibido- de aquella proximidad dérmica lapidada por la segregación social instalada.


Dan ganas de dormirse en una calle y despertar, aunque sea muerto de frío, a la orilla de un arroyo perdido en la montaña. Porque hasta el mismo callejón por donde caminaba la abuela y la madre, cargando el morral con verduras, ahora transmuta por la especulación inmobiliaria con estética hipster. El viejo barrio, las pandillas y los amigos, hombres y mujeres sudando la jornada y volviendo por las noches a ese vecindario tan habitual como el vaso de vino en el bar de la esquina, son lentamente gentrificados (del anglisismo gentry o “burgués”), que significa patear el trasero a los antiguos pobladores, para desalojarlos y desplazarlos a quién sabe dónde.    


Las historias de vida, fugaces como un destello en el espacio-tiempo de la evolución urbana, muerden la tragedia de los proyectos vitales truncados o la seductora idea de un merecido lugar en la cúspide social. Sin embargo, no hay meritocracia alguna en ser arrojado al mundo, para ser luego atrapado por la telaraña social en donde a uno lo han parido. Y como el privilegio o la pobreza con que somos recibidos en este cosmos humano, son como un puerto en el cual varamos casi por accidente, el acto de encallar sí escapa a nuestra voluntad, pero no así los naturalizados roqueríos esculpidos por la desigualdad de las condiciones de existencia. El azar, entonces, es una mala excusa, un maquillado relato para ocultar la responsabilidad colectiva ante el privilegio, por un lado, y ante la pobreza o la desesperanza, por el otro.


Dan ganas de abrazar al vecino y advertirle en un susurro que la ciudad nos ha traicionado. Porque frente a la promesa de ser feliz, ya sea por obra de Dios o de la humanidad derramada en la urbe, la ciudad muchas veces infiere la estocada sin la culpa colectiva que lleva por dentro. “La bondad podía encontrarse a veces en el centro del infierno”, decía Charles Bukowski, con un optimismo agrio, como el vodka barato con que refregaba su garganta. Y no hablaba de la escena emotiva de una teleserie mexicana o de un culebrón apasionado con derecho a todo. La bondad seguirá siendo un intento resiliente por reducir la distancia sideral, que la geografía urbana ha trazado entre los seres humanos. Y si la ciudad es traicionera, hasta el abrazo entre dos desconocidos es un acto de resistencia. Porque mientras exista el beso furtivo en los bulevares, la taza de azúcar generosa de la vecina, la sonrisa exultante por las alegrías del otro o la vivencia de compasión –y no de lástima- frente al dolor o la desesperanza, los muros sociales que segregan y que fueron levantados en las urbes para restar valor a los otros, quizás algún día puedan ceder ante la fuerza inexorable de la empatía y del reconocimiento.


Dan ganas de quedarse en el bar, hasta que las luces se apaguen y entre las sombras vuelvan a parpadear esos ojos adormilados que humedecían la adolescencia. Dan ganas de rellenar el vaso con sorbos cortos de esa mirada que, luego de tantos solsticios y desde el otro lado de la urbe, pasó a ser memoria violenta de un beso desvanecido. Por eso la ciudad convierte en auras astrales y en añoranza los recuerdos. Los desfigura, los atomiza en pequeñas escenas que, con el tiempo, queman cuando se rememoran. Y, finalmente, los pulveriza, para esparcir sus partículas en la nada.

Ciudad traicionera, ciudad de mierda: ni siquiera la culpa la lleva por dentro.


(*) Fotografía: La Izquierda Diario Chile.

(**) Columna publicada en NN Periódico (número 3), Concepción, Chile.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Comenta y debate