“Un gran número de personas piensan que están pensando cuando no hacen
más que reordenar sus prejuicios”, señaló William Blake, mientras su genio
nutría el romanticismo británico, durante la segunda mitad del siglo XVIII. Y
nada hace pensar que el artista inglés erraba en su elucubración. Más allá del
momento histórico y del lugar, los prejuicios se han erigido como un proceso
protagónico de las relaciones humanas y de los conflictos sociales. Se trata,
en pocas palabras, de una visión o de una evaluación preconcebida, por lo
general negativa, que se concibe respecto de algo o de otros. Es decir, un
juicio previo que antecede, eludiendo aquello del cual toda visión debiese
fundarse: la observación y la experiencia de ese algo o de ese otro.
En tales circunstancias, una idea
preconcebida surge del miedo a lo desconocido o a lo diferente. También de la
creencia fácil y superficial erigida por el propio grupo social de pertenencia,
acerca de otros individuos o colectivos. En tal sentido, los conflictos y las
desigualdades etno-culturales, de clase, de género o con relación a grupos
migrantes se sustentan, además, en la imagen deformada por la propia penumbra.
De ahí que el prejuicio proviene de una ignorancia no percibida como tal, pero
que se porta de manera autosuficiente, sin necesidad del diálogo real y de la
convivencia continua que desmitifica la existencia del otro.
La Araucanía, como proyecto de
nación inconcluso, se ha dejado arrastrar, en general, por los prejuicios históricos
en los campos de la política, de la cultura, de la academia y del entramado
social. Por tanto, la violencia y la muerte en esta región se han fundado en la
propia ignorancia y en el esfuerzo sostenido por evitar el diálogo respetuoso y
el encuentro genuino entre seres humanos diferentes que comparten un mismo
territorio. Ese es el ethos de la pereza cognitiva y política a la base de todo
prejuicio: Es más fácil desarrollar una idea preconcebida, que dedicar tiempo y
esfuerzo en conocer y apreciar la vastedad del otro y su legítimo derecho a la
diferencia.
La fractura social expresada en
los asesinatos de Camilo Catrillanca y del matrimonio Luchsinger-Mackay, constituye
la evidencia dolorosa de un territorio golpeado por la incomunicación, la
ignorancia, la desigualdad y el prejuicio. Es que desde el sutil desdén hasta
la violencia extrema, se revisten del desconocimiento histórico del otro. Y
para combatir el prejuicio no basta un cómodo arreglo cognitivo: se requiere
del trabajo permanente de abrir puentes para fortalecer el diálogo, la convivencia
y el conocimiento de la alteridad.
Fotografía: Clarín.
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