On. A veces siento una profunda desconfianza con
aquello denominado “ímpetu”. Consiste en una actitud comunicacional que se
puede encontrar en los discursos o en los posteos implacables que transitan en
las redes sociales y en los chats individuales o grupales habilitados en los
sistemas de mensajería. También en las opiniones políticas, éticas o
filosóficas hilvanadas en ocasiones con buenas intenciones y, la mayoría de las
veces, con escupitajos o insultos de máximo ciento cuarenta caracteres a
quienes desafían desde la vereda de enfrente -o desde otra posición- las
propias premisas o visiones acerca de algo de cuestionable importancia. No soy quién
para determinar qué debiese ser relevante para cada persona o qué es lo
importante en la vida, pero la vehemencia siempre ha desarrollado una peligrosa
complicidad con la “todología”, con eso de pretender mostrar que se sabe de
todo y, con frecuencia, superiormente acerca de todo.
Hablar de la libertad también puede resultar una
actividad incómoda. Casi siempre lo que se observa es un arraigado y
persistente esfuerzo por ubicarla en el plano de la esfera individual. En
segundo lugar y esporádicamente, cuando se toca el tema, la libertad es
referida a la posibilidad de que la libertad personal está íntimamente
conectada con los otros y a su posibilidad concreta de desarrollar sus
capacidades y anhelos. Es decir, que la libertad es una maniobra retórica sin
el principio de colaboración, el cual provee de vitalidad y le da forma a
aquello que denominamos “libertad”. En
tal sentido, la incomodidad que puede provocar la reflexión acerca de la
libertad, es que no sólo implica poner en paréntesis nuestra férrea costumbre
de ponernos siempre por delante de los otros, sino que también renunciar
–aunque sea brevemente- a los platónicos hábitos de la autoextaltación.
Los seres humanos somos formidables y versátiles
cuando se trata de dar rienda suelta a nuestro narcisismo. Nos mostramos
vehementemente sufrientes, felices u ofendidos; publicamos con un solo click
nuestra gratitud ante la vida o nuestra desilusión emocional, ante centenares o
miles de eventuales “seguidores”, “amigos” o “contactos”. Una sobreexposición
nunca antes vista y la creencia de que controlamos la imagen que proyectamos en
los demás, se erigen como la expresión de esa cruel contradicción entre la
ilusión platónica de la representación -en código binario- de nosotros mismos y
la realidad que se asienta fuera de la caverna virtual. Lo que olvidamos,
mientras sucumbimos al influjo de neurohormonas
que se activa pantallazo tras panatallazo, es que una foto de perfil, un
muro de Facebook o Instagram, nunca revelarán la infinitud y la
multidimensionalidad de la persona humana ahí representada.
Las redes sociales se han transformado en el reino
de la hipérbole, de la autoexaltación, del fundamentalismo opinológico y de las
fábricas de humo. Pero, todo aquello con ímpetu, con la fuerza emotiva que se
vierte “libremente” con apasionados caracteres, fotografías manipuladas y decorativos
videos, en las plazas públicas de grandes urbes virtuales. Quizás el término
“ímpetu” sea una mera voltereta lingüística. Y la exigencia de inmediatez o de
instantaneidad recurrente en la virtualidad comunicacional, deja poco tiempo
para las pasiones prolongadas. La libertad, concepto tan manoseado, con tantos
apellidos y comprimido entre el panóptico del Big Data y la ilusión de la
autoexaltación, es administrada por un algoritmo que va modelando o
condicionando nuestros intereses, necesidades y la experiencia de ser y estar
en el mundo.
Sin embargo, no se trata de apagar para siempre los
dispositivos celulares, tablets y computadores, con el fin de recuperar los
restos de nosotros mismos que hemos reciclado entre los ceros y unos de la
Matrix. Las redes sociales se han constituido como un dispositivo global de
comunicación y de flujo de información entre seres y grupos humanos. Si ya
venían ocupando progresivamente un espacio en nuestra cotidianeidad a comienzos
del milenio, en el contexto de crisis sanitaria mundial su incorporación a la
vida de las personas experimentó una intensa aceleración. Muchas actividades
productivas, de servicios e, inclusive, las relaciones afectivas y familiares
han podido continuar –en tiempos de pandemia- gracias a las plataformas de encuentro
virtual y a la mensajería instantánea. Pero, ello implica discernir entre lo
que es iluso, falseado o erróneo, de la realidad que se esconde bajo el
esplendor de las apariencias de los filtros digitales, de las noticias falsas y
de la maquillada exposición personal.
La libertad cobra sentido cuando trasciende la
versión individual del concepto, reivindicando la urgencia de transformarse en
un bien compartido en comunidad. Sin comunidad, sin ese “nosotros”, la libertad
se diluye en la versión digital de las
sombras platónicas, reflejadas en las catódicas paredes de la caverna existencial
de cada ser humano. La alegoría del sucesor de Sócrates pareciera recobrar hoy
su vigencia, reactualizando el sendero del autoconocimiento y, por tanto, las
preguntas esenciales que realiza cada persona o grupo social. Porque una vez
apagado el computador y silenciado los teléfonos, el ser humano emerge en su
expresión más brutal. Se trata de una subjetividad que se percata del vacío que
emerge cuando el Yo no se reduce a la construcción de un perfil personal en una
plataforma virtual, sino que a la deliciosa sensación de insignificancia en el
espacio-tiempo.
Esto último, no debiese abrumarnos. El valor
infinito de cada ser humano se ancla en reconocer que es una brizna de polvo en
el vasto universo y un milisegundo en la inmensidad que se pierde en los
páramos de millones de años de su historia. El pánico frente a ello proviene
del hábito a sucumbir al seductor acto de sobreestimación de uno mismo.
Aristóteles señalaba que aquel que ha superado sus miedos será verdaderamente
libre. Y para ello, tal como nos enrostraba José Martí, el primer deber es
pensar por sí mismo.
Sé que cuesta hacer la diferencia, pero es posible.
Un “me gusta” difícilmente abarcará la riqueza del afecto del contacto genuino;
el ícono de un corazón tampoco comunicará a cabalidad la profundidad dérmica
del amor hacia otro ser humano; un “click” que vincula a una plataforma de
millones de seres humanos conectados, jamás expresará la potencia espiritual de
un acto volitivo implicado en la construcción de una comunidad.
Quizás éste sea ahora nuestro desafío, nuestro
peregrinaje que implica estar impetuosamente vivo y libre: Reconocer, entre la
bruma digital, al ser humano que existe y respira, así como la verdad que
circula entre una persona y otra. Off.
(*) Publicado en el Periódico NN. Número 8. Abril 2021. Concepción, Chile.
(**) Fotografía: https://www.unav.edu/web/instituto-cultura-y-sociedad/discurso-publico/investigacion/libertad-expresion-redes-sociales
Gracias Oscar por tu reflexivo aporte, que importante es dar valor al estado de uno mismo en concordancia con su entorno inmediato de no solo diversidad de personas, sinó de toda una flora y fauna que nos abraza muchas veces sin saberlo. La libertad es un estado mental que supera muchas veces el control de nuestro destino íntimo pero se refunda una y otra vez en nuestro espíritu cuando hacemos un servicio regulado por el cariño. Gracias de nuevo bro.
ResponderEliminarGracias Oscar por compartir estas reflexiones. Da pa largo, para una buena conversación "presencial". Me reconozco en varios de esos sujetos mencionados. Me preguntaba por mi anhelo de libertad. Y mi forma de estar en las rrss...para repensar y contrapensarnos. Abrazos
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