Epígrafe Fronterizo

"El peor analfabeto es el analfabeto político. No oye, no habla, no participa de los acontecimientos políticos. No sabe que el costo de la vida, el precio de los garbanzos, del pan, de la harina, del vestido, de los zapatos y de los remedios dependen de decisiones políticas. El analfabeto político es tan burro que se enorgullece y se ensancha el pecho diciendo que odia la política. No sabe que de su ignorancia política nace la prostituta, el niño abandonado y el peor de todos los bandidos que es el político corrupto, mequetrefe y lacayo de las empresas nacionales y multinacionales"

Bertold Brecht

domingo, 28 de enero de 2018

El Estudiante Neoliberal: Lecciones de individualismo y disciplina


Fotografía: Manuel Morales Requena.

Una de las ideas que nos cuesta aceptar, cuando nos referirnos a la cultura chilena (como si hubiese sólo una), es la secuela en ella de casi dos siglos de fragua postcolonial. Y no se trata sólo de haber asimilado contenidos culturales del poder colonial español y de las oleadas de inmigración europea que quedaron en el ethos de las costumbres y de los valores de nuestra adolescente república. También quedó levitando el habitus de subordinación y de permeabilidad que perdura hasta la actualidad, frente a variadas formas culturales dominantes de los países del norte. A casi dos siglos del retorno de los ejércitos realistas a sus cuarteles del otro lado del Atlántico, nuestra fragilidad identitaria padece aún de una suerte de culpa primaria, cuando mira su propio rostro cultural originario, su mistura dérmica, así como su historia y la cansina cadencia de su transitar subalterno. Tampoco la hegemonía postcolonial ha carecido de resistencias. Quizás sean los procesos reivindicativos mapuche, el anhelo autonomista rapanui, junto a otras formas locales de sincretismo cultural, las que aún nos devuelven el aroma resiliente de la esperanza identitaria. Sin embargo, si a ello se suma el colonialismo neoliberal tejido a pulso en los últimos treinta años, la fractura entre el individuo y la construcción colectiva de la vida parece aún una herida abierta por el lacerante filo del relato triunfante de la Escuela de Chicago.

La narrativa neoliberal, aunque de influencia inconclusa en la vida cotidiana criolla, se ha enraizado en cada uno de los intersticios de la estructura y dinámica social. Y como producción cultural ha sido el sistema educacional uno de sus dispositivos hegemónicos más eficaces, no sólo en términos de contenidos curriculares, sino que también en la manera en que el acceso educacional se ha estructurado para segregar socioeconómicamente a unos[as] respecto de otros[as]. Para la gran mayoría de la población estudiantil, “ser alguien en la vida” y desarrollar una capacidad de consumo individual, se han articulado como el centro de la expectativa de movilidad social puesta en la educación superior. Capacidad competitiva, éxito académico centrado en las calificaciones, mérito individual y reflexividad al servicio de los resultados, han disciplinado al estudiantado chileno bajo la promesa de un arribo exitoso a los estrechos pasadizos del mercado laboral. En tal sentido, la producción cultural de un estudiantado neoliberal se ha erigido con base a la disolución del sentido colectivo de la participación del individuo en una sociedad de mercado. En otras palabras, el acceso y el tránsito por la educación superior tiene menos que ver con la reflexión acerca de la contribución individual al bienestar colectivo, y más con la noción de supervivencia económica, donde la dignidad personal está condicionada por la capacidad de consumo y por el estatus social resultante.

Uno de los efectos formidables de los modelos de desarrollo capitalistas neoliberales en el comportamiento social, es el haber desarrollado ese ethos cultural individualista. Y la legitimidad de la primacía individual se ha sustentado en la naturalización de la relación entre consumo y estatus, como dispositivo de integración social. En el marco de su relato cultural, encontramos su sustento en valores como el emprendimiento, el éxito individual, la competencia y la motivación al logro, así como el esfuerzo, la superación y el mérito personal, además del anhelo de movilidad social para el logro de las metas individuales. También su impacto en las instituciones políticas es extraordinario. Incluso al interior de los partidos autodenominados de izquierda y en la izquierda en general, los esfuerzos son destinados a defender y privilegiar la propia trinchera, desdeñando la visión y las posibilidades de conquista colectiva en el campo de batalla global y en el debate sociopolítico en el seno de la comunidad. La transversalidad del relato neoliberal se ha enraizado, por tanto, en cada recoveco de la estructura social, donde lo colectivo o “lo público” se concibe… como una relación entre privados. No es de extrañar, entonces, que las instituciones de educación superior definan su relación con la sociedad, como un asunto de “vinculación con el medio”, conceptualización que refiere más a una posición estratégica con respecto de otros actores sociales e institucionales, que a su sentido sociopolítico y sociocultural -como un actor más- en la dinámica colectiva orientada al bien común.

Sin embargo, culpar sólo a los[as] estudiantes por erigir un horizonte cuyos límites no exceden los anhelos y expectativas de su propia autorreferencia, sería una acusación al menos injusta. Y no se trata aquí de obviar la capacidad de resistencia cultural que el estudiantado ha erigido incluso en los tramos más apacibles de su desarrollo histórico y que, por tanto, lo vuelve sociopolíticamente responsable de su destino. Se trata también del poder disciplinador de un relato y de un modelo de desarrollo que ha relegado el recurso de la empatía a los sotanos del romaticismo o del reduccionismo moral. El “otro” o la “otra” dejan de representar aquel sentido colectivo humanizador, que –fuera de toda autorreferencia- devuelve al individuo su rol articulador en el entramado social del bienestar común. Ante la pérdida del sentido colectivo, el “otro” y la “otra” (alteridad, según la jerga académica) resultan ser un obstáculo, una amenaza o una vía instrumental de consecución de las metas individuales.

Desde esta perspectiva, el formar en el sistema escolar y en las instituciones de educación superior, por un lado, a un individuo orientado a la transformación de la sociedad con fines de bienestar colectivo y, por otro, instruirlo para una inserción eficaz en un mercado laboral competitivo, constituyen dos metas culturales y sociopolíticas significativamente diferentes. Porque en las fauces del mercado, donde el individuo batalla día a día por la propia supervivencia, no se avizora un colectivo que lo ampare, con el cual se articule en una construcción social donde todos[as] resulten acogidos. Al contrario, el contexto social se erige como un campo de batalla de intereses individuales, muchas veces excluyentes entre sí y que, con frecuencia, se articulan en la forma de relaciones de dominación y explotación.

Esa es la tragedia de la producción neoliberal, en términos de proyecto de sociedad. O una doble tragedia. Porque, por un lado, su relato y su promesa, al subordinar el interés colectivo a la consecución de la movilidad socioeconómica individual, requiere de neutralizar la empatía como recurso de articulación social, reduciéndola al nivel de dispositivo psicológico con fines instrumentales en las relaciones interpersonales. Y, por otro lado, en el plano de la subjetividad, el estudiante experimenta un difuso malestar frente a un mercado laboral, muchas veces refractario a sus proyectos de realización personal y de movilidad socioeconómica. Con un 75% de los hogares chilenos con ingresos inferiores a los 470 mil pesos mensuales y con un nivel de concentración de la riqueza de ribetes históricos, la supervivencia y el consumo –mayoritariamente vía endeudamiento- como dispositivo de integración social, son tan frágiles como un cubo de hielo en un sauna.

Y esa es la trampa. Desprovisto del sentido colectivo, la relación con los[as] otros[as] constituye una batalla por la supervivencia individual. Y en esa batalla, donde lo público que ampara, donde lo colectivo que integra, han sido reducidos a una relación entre privados, el salvavidas casi siempre vendrá del sistema financiero. Y ahí la promesa neoliberal se deshace casi siempre como una decepción amorosa, como aquellas padecidas en la cándida adolescencia. La diferencia es que tras una desilusión amorosa, luego de un periodo de duelo, puede surgir una nueva esperanza de una relación futura. En cambio, frente a una promesa neoliberal frustrada, la decepción involucra proyectos vitales para miles de estudiantes y el sabor amargo de una casi inevitable y prolongada subordinación financiera.

Al fin y al cabo, son cosas que pasan entre privados.


(*) Publicado en el Periódico NN, N°2, Enero 2018. Concepción - Chile.