Fue durante mi niñez, en una primavera florecida en Temuco, que me
levanté mirando ese fuerte sol matinal desde mi ventana que enfrentaba
al derrotado cerro Ñielol. A través los humedecidos vidrios, pude
distinguirlos a trote firme y en filas perfectas, girando desde la calle
Prat, hasta alcanzar el pastelón central de la antigua Avenida
Balmaceda. Vistiendo camisetas blancas de manga corta, pantalones y
botas militares, los conscriptos coreaban versos de amenaza apilados en
rabiosos y marciales himnos. Cuando se es niño estas escenas son, a la
vez, sorprendentes e intimidantes. Los cánticos patrioteros prometían
asesinar a docenas de argentinos, peruanos y bolivianos, encumbrando
aquel odio como el belicoso aullido de la jauría. Sobre los adoquines de
la antigua avenida, el canto militar se volvía juramento de guerra, un
compromiso de morir por la patria, una búsqueda del esquivo honor, sólo
merecido con la propia muerte en el campo de batalla u obtenido con la
vida interrumpida para siempre del enemigo doblegado.
Era la
década de los ochenta y la jauría aparecía una vez por semana, con la
misma monserga chauvinista. Sin embargo, durante nuestra niñez nunca
pudimos encontrar una explicación satisfactoria que relacionase el honor
y el patriotismo con el asesinato de personas de países vecinos.
Desafortunadamente, en este caso, la historia es cíclica. Pocos años
atrás casi nos habíamos embarcado en una guerra fratricida con
Argentina. Y hasta el día de hoy las castrenses melodías aún exudan
xenofobia, racismo y nacionalismo. En febrero de 2013, el gobierno
boliviano presentó un reclamo formal
al gobierno de Chile por el contenido xenofóbico de los cánticos que
entonaba un grupo de soldados, mientras trotaban en Viña del Mar.
“Argentinos mataré, bolivianos fusilaré, peruanos degollaré” -destilaban
los brutales versos parafraseados por más de cincuenta cadetes de la
Academia Naval.
Lo que no saben estos querubines es que nunca
en una guerra se muere por la patria, sino que por las siderales
ganancias de los que profitan de una contienda bélica. Son los grandes
intereses económicos, casi siempre privados, los que arrojan a
multitudes de plebeyos a aniquilarse mutuamente. En el caso del
diferendo marítimo que tuvo en ascuas a Perú y Chile en la Corte
Internacional de la Haya, los grupos económicos miraban complacidos sus
calculadoras. Quizás era el grupo Angelini el que, temiendo un fallo
adverso, preveía una merma en sus negocios pesqueros. Horas antes del
fallo, mientras tropas chilenas y peruanas se acuartelaban en la
frontera, los chicos Forbes, es decir, los Matte, los Solari, Cúneo o
Paulmann, entre otros, ya contemplaban para el 2014 -cualquiera sea el
resultado- un aumento de la inversión en Perú de alrededor de mil
millones de dólares, con relación al año 2013.
Es interesante constatar, una y otra vez a través de la historia, que
todo conflicto bélico es más que todo un excelente negocio. Y que la
guerra sólo es factible cuando estos intereses económicos se ven
seriamente afectados o cuando un enfrentamiento militar provee de
suculentos retornos para hacer crecer o crear nuevos mercados.
En
las lides de la jauría, los “machos alfa” saben a la perfección qué
hacer con la manada. En el siglo XVII, el científico y filósofo francés
Blaise Pascal ya entreveía el engaño chauvinista a la base de toda
contienda armada: “¿Puede haber algo más ridículo que la pretensión de
que un hombre tenga derecho a matarme porque habita al otro lado del
agua y su príncipe tiene una querella con el mío aunque yo no la tenga
con él?” -escribió Pascal, en “Pensamientos”,
recopilación póstuma aparecida en 1670. Y, efectivamente, en el 2014,
mientras los chicos de ropa militar continúan canturreando su xenofobia
servil y santifican permanentemente sus afilados corvos y sus
relucientes fusiles, la fraternidad latinoamericana sigue supeditaba a
los balances trimestrales del capital financiero y de la industria
armamentista.
De lo menos que se avergüenzan estos jóvenes
es de su pueril ignorancia. No saben para quiénes trabajan, aunque eso
sea responsabilidad de todos(as) nosotros(as). En octubre de 2012, el
premio nacional de historia Gabriel Salazar señaló
que los militares debían salir de la burbuja de sus cerradas
instituciones formativas y encontrarse con nosotros(as), la sociedad
civil, en universidades y colegios. Es que en la diversidad de la vida
civil -y no sólo en la vida uniformada- podrán comprender los lazos
fraternos que nos unen con los demás pueblos latinoamericanos. Sólo
entonces, el corvo y el fusil dejarán de exhibir el filo de la xenofobia
y un calibre nacionalista. Así, por fin, en medio del juego de los
lobos, todos estos jóvenes descubrirán algún día quiénes son los que furiosamente
los llaman a la guerra.
(*) Publicado en la revista Bufé Magazin de Cultura y en El Quinto Poder.
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