Epígrafe Fronterizo

"El peor analfabeto es el analfabeto político. No oye, no habla, no participa de los acontecimientos políticos. No sabe que el costo de la vida, el precio de los garbanzos, del pan, de la harina, del vestido, de los zapatos y de los remedios dependen de decisiones políticas. El analfabeto político es tan burro que se enorgullece y se ensancha el pecho diciendo que odia la política. No sabe que de su ignorancia política nace la prostituta, el niño abandonado y el peor de todos los bandidos que es el político corrupto, mequetrefe y lacayo de las empresas nacionales y multinacionales"

Bertold Brecht

miércoles, 13 de febrero de 2019

Derechos Humanos: La dignidad en medio de la derrota





No es difícil poner en tela de juicio una eventual tendencia a la bondad del ser humano. “La naturaleza del hombre es malvada. Su bondad es cultura adquirida”, lanzó con dureza Simone de Beauvoir al ethos moralizante de la sociedad europea del siglo XX. La experiencia de la guerra reveló que la vida humana valía menos que la bala o la inteligencia genocida que la cegaba. No es trivial, entonces, la desconfianza generada culturalmente en las relaciones humanas y sociales. Cuenta la historia que en Berlín, cuando los jefes de las fuerzas aliadas tenían que resolver qué iban a hacer con la Alemania derrotada y su territorio, algunos se vieron obligados a incluir una cláusula donde se comprometían a no exterminar al diezmado pueblo germano. Asimismo, tres años más tarde, se publica la Declaración Universal de Derechos Humanos (DDHH). Para unos fue un gesto quizás desesperado, pero políticamente correcto frente a la carnicería de millones de personas que, en tres continentes, vieron con horror cómo la vida se les escapaba.

Y que fue algo políticamente correcto se debe al clímax histórico de las más crueles contradicciones. Esos mismos chicos que con suerte eran amamantados mientras -en 1948- las naciones celebraban el contenido de la Declaración, dos décadas después eran arrojados en tierras desconocidas al fuego de las ametralladoras y al infierno fratricida. En Chile, los versos de Víctor Jara remecían con su “derecho a vivir en paz”, cuando poco después caía –en manos castrenses- bajo la tortura y por casi cuatro docenas de impactos de bala. Por tanto, si De Beauvoir estaba en lo cierto, la socialización, los valores culturales y la memoria, debiesen ser los platos de fondo de la cocina social; no solo un arreglo cognitivo conveniente a los intereses de unos pocos, sino que la base de toda relación social. La Declaración reafirma en su contenido, no solo la existencia, sino también la dignidad de una vida humana que aún es vulnerada a rajatabla. Se trata de que esa noción de la existencia social sea el piso y no el techo al cual debiésemos aspirar. Porque si todos un día  vamos a morir, que sea después de haber experimentado con dignidad nuestra posición social y existencial en este mundo: el hecho mismo  de haber venido al mundo debiese ser una condición más que suficiente para el desarrollo pleno y satisfactorio de la vida individual y colectiva.

Esto se aplica si efectivamente este mundo fue creado por aquellas y aquellos que nos antecedieron, en términos de su responsabilidad histórico-colectiva que condiciona las circunstancias de arribo y las oportunidades de vida, al interior de la estructura social. Pero, sabemos que esto no es así. La marca del arribo queda tatuada en la piel de millones de seres humanos que observan con distancia sideral aquello denominado como una existencia digna. Otros, no se sabe si con mejor suerte, desde la subordinación crediticia hipotecan sus sueños de una vida mejor. Los asesinatos en La Araucanía de Camilo Catrillanca y del matrimonio Luchsinger-Mackay, son dos consecuencias históricas –entre otros tantos ejemplos- de la supremacía del derecho de propiedad por sobre la vida y la dignidad humanas.

Por ello, la emergencia en 1948 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos representa quizás una respuesta tardía y aún ineficaz, si se sabe de siglos de legitimación de la cultura de la violencia, la dominación y la subordinación, en todas las dimensiones de la vida social. En presencia de tipos específicos de dominación y explotación -como ocurre en el caso del neoliberalismo- los derechos humanos están desprovistos de una suficiente capacidad de realización en la vida cotidiana. Su realización efectiva sería un proceso subversivo a los intereses de las élites, las cuales se han abocado históricamente a legitimar las contradicciones evidentes entre discursos y prácticas, en materia de derechos humanos, de vida digna y de buen vivir.

Sin embargo, la subordinación siempre se ha manifestado como una situación incompleta, no como una condición inmodificable. Los chalecos amarillos en la Francia de Macron, las manifestaciones autonomistas indígenas del continente, los movimientos feministas del planeta y las causas ambientalistas, expelen el aroma de resistencia y de la conciencia del derecho a vivir en un mundo libre de la legitimación de la iniquidad social. Es el perfume de la subversión esperanzadora que se expande, cada cierto tiempo, por sobre el hedor de nuestra cómoda insensibilidad. Y esto ha ocurrido siempre, no sólo ahora. “Tengo fe en Chile y su destino” fue la paradoja que arrojó Salvador Allende por Radio Magallanes, poco antes de sucumbir entre las ruinas del palacio de gobierno. Si Simone De Beauvoir viviera aún, diría que Allende -con su épico discurso- transformó en Chile su cultura adquirida, así como la guitarra y la voz de Víctor Jara modificaron la noción de dignidad de los trabajadores de la época.

Si lo que es arriba es abajo y si lo que es abajo es arriba, si ese aforismo es cierto, es posible que un día la humanidad subordinada vea, desde la altura, sus derrotas sociales como un recuerdo mal parido. Es que en la memoria se reconstruye la dignidad individual y colectiva, aunque sea en medio del fracaso y de la muerte. Vivimos en promedio setenta y cinco años, que no es más que un fugaz destello en la inmensidad de los procesos históricos. Ningún interés elitista puede brillar más que el fulgor pasajero de cada vida humana. Como tampoco opacar el valor de los derechos humanos, frente a los triunfos momentáneos de la dominación y de nuestra propia soberbia que la sostiene.

Porque es cosa de tiempo. En el fragor de las brasas, en medio de las candentes cenizas, toda tortilla debe dorarse también por el otro lado.

*  Fotografía: Fundación Víctor Jara.

** Publicado en el Periódico NN, Número 4, Concepción - Chile.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Comenta y debate