No es difícil poner en tela de juicio una eventual tendencia a la bondad
del ser humano. “La naturaleza del hombre
es malvada. Su bondad es cultura adquirida”, lanzó con dureza Simone de
Beauvoir al ethos moralizante de la sociedad europea del siglo XX. La
experiencia de la guerra reveló que la vida humana valía menos que la bala o la
inteligencia genocida que la cegaba. No es trivial, entonces, la desconfianza
generada culturalmente en las relaciones humanas y sociales. Cuenta la historia
que en Berlín, cuando los jefes de las fuerzas aliadas tenían que resolver qué
iban a hacer con la Alemania derrotada y su territorio, algunos se vieron
obligados a incluir una cláusula donde se comprometían a no exterminar al
diezmado pueblo germano. Asimismo, tres años más tarde, se publica la
Declaración Universal de Derechos Humanos (DDHH). Para unos fue un gesto quizás
desesperado, pero políticamente correcto frente a la carnicería de millones de
personas que, en tres continentes, vieron con horror cómo la vida se les
escapaba.
Y que fue algo políticamente correcto se debe al clímax histórico de las
más crueles contradicciones. Esos mismos chicos que con suerte eran amamantados
mientras -en 1948- las naciones celebraban el contenido de la Declaración, dos
décadas después eran arrojados en tierras desconocidas al fuego de las
ametralladoras y al infierno fratricida. En Chile, los versos de Víctor Jara
remecían con su “derecho a vivir en paz”, cuando poco después caía –en manos
castrenses- bajo la tortura y por casi cuatro docenas de impactos de bala. Por
tanto, si De Beauvoir estaba en lo cierto, la socialización, los valores
culturales y la memoria, debiesen ser los platos de fondo de la cocina social; no
solo un arreglo cognitivo conveniente a los intereses de unos pocos, sino que la
base de toda relación social. La Declaración reafirma en su contenido, no solo la
existencia, sino también la dignidad de una vida humana que aún es vulnerada a
rajatabla. Se trata de que esa noción de la existencia social sea el piso y no
el techo al cual debiésemos aspirar. Porque si todos un día vamos a morir, que sea después de haber
experimentado con dignidad nuestra posición social y existencial en este mundo:
el hecho mismo de haber venido al mundo
debiese ser una condición más que suficiente para el desarrollo pleno y
satisfactorio de la vida individual y colectiva.
Esto se aplica si
efectivamente este mundo fue creado por aquellas y aquellos que nos
antecedieron, en términos de su responsabilidad histórico-colectiva que
condiciona las circunstancias de arribo y las oportunidades de vida, al
interior de la estructura social. Pero, sabemos que esto no es así. La
marca del arribo queda tatuada en la piel de millones de seres humanos que observan
con distancia sideral aquello denominado como una existencia digna. Otros, no
se sabe si con mejor suerte, desde la subordinación crediticia hipotecan sus
sueños de una vida mejor. Los asesinatos en La Araucanía de Camilo Catrillanca
y del matrimonio Luchsinger-Mackay, son dos consecuencias históricas –entre
otros tantos ejemplos- de la supremacía del derecho de propiedad por sobre la
vida y la dignidad humanas.
Por ello, la emergencia en 1948 de la Declaración Universal de los
Derechos Humanos representa quizás una respuesta tardía y aún ineficaz, si se
sabe de siglos de legitimación de la cultura de la violencia, la dominación y la
subordinación, en todas las dimensiones de la vida social. En presencia de
tipos específicos de dominación y explotación -como ocurre en el caso del
neoliberalismo- los derechos humanos están desprovistos de una suficiente
capacidad de realización en la vida cotidiana. Su realización efectiva sería un
proceso subversivo a los intereses de las élites, las cuales se han abocado
históricamente a legitimar las contradicciones evidentes entre discursos y
prácticas, en materia de derechos humanos, de vida digna y de buen vivir.
Sin embargo, la subordinación siempre se ha manifestado como una
situación incompleta, no como una condición inmodificable. Los chalecos
amarillos en la Francia de Macron, las manifestaciones autonomistas indígenas
del continente, los movimientos feministas del planeta y las causas
ambientalistas, expelen el aroma de resistencia y de la conciencia del derecho
a vivir en un mundo libre de la legitimación de la iniquidad social. Es el
perfume de la subversión esperanzadora que se expande, cada cierto tiempo, por
sobre el hedor de nuestra cómoda insensibilidad. Y esto ha ocurrido siempre, no
sólo ahora. “Tengo fe en Chile y su
destino” fue la paradoja que arrojó Salvador Allende por Radio Magallanes,
poco antes de sucumbir entre las ruinas del palacio de gobierno. Si Simone De
Beauvoir viviera aún, diría que Allende -con su épico discurso- transformó en
Chile su cultura adquirida, así como la guitarra y la voz de Víctor Jara
modificaron la noción de dignidad de los trabajadores de la época.
Si lo que es arriba es abajo y si lo que es abajo es arriba, si ese
aforismo es cierto, es posible que un día la humanidad subordinada vea, desde
la altura, sus derrotas sociales como un recuerdo mal parido. Es que en la
memoria se reconstruye la dignidad individual y colectiva, aunque sea en medio del
fracaso y de la muerte. Vivimos en promedio setenta y cinco años, que no es más
que un fugaz destello en la inmensidad de los procesos históricos. Ningún
interés elitista puede brillar más que el fulgor pasajero de cada vida humana. Como
tampoco opacar el valor de los derechos humanos, frente a los triunfos
momentáneos de la dominación y de nuestra propia soberbia que la sostiene.
Porque es cosa de tiempo. En el fragor de las brasas, en medio de las
candentes cenizas, toda tortilla debe dorarse también por el otro lado.
* Fotografía: Fundación Víctor Jara.
** Publicado en el Periódico NN, Número 4, Concepción - Chile.
* Fotografía: Fundación Víctor Jara.
** Publicado en el Periódico NN, Número 4, Concepción - Chile.
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