Parecía
una obra de teatro escrita con la estrepitosa pluma del que recuerda.
Un grupo habitantes de un pequeño pueblo francés, representando una
pieza teatral que retrata la experiencia de un chileno durante el día
del golpe de estado, la noticia de la muerte de Salvador Allende,
hasta el tránsito personal por los escabrosos caminos del exilio. También
parecía un aluvión de voces, todas juntas liberando el canto
fraterno con el fervor de los que de la esclavitud se rebelan. Cajas
toráxicas haciendo de cajas de resonancia. Una treintena de
franceses, jóvenes y adultos mayores, mujeres y hombres, ciudadanos
comunes y corrientes, en un escenario entonando a todo pulmón y con
el puño izquierdo en alto “el pueblo unido, jamás será vencido”.
Jamás
hubiese podido imaginar todo aquello. A mediados de Julio llegué
desde Paris en tren a Montauban. Viajé a reencontrarme con mi
familia, aquella parte de ella que se quedó enraizada en la Francia,
aún después de que la dictadura ya no podía forzarla más al
exilio. Mis tíos mordieron la madera del destierro, así como lo
hicieron miles de familias. Tuvieron que parir de nuevo la propia
vida, después de haber sido truncada bajo la amenaza del corvo y de
los fusiles castrenses. Mis tíos levantaron ladrillo a ladrillo y
durante años la casa donde crecerían mis primos, allá en las
sureñas tierras de la región del Midi-Pyrénées. Sobrevivieron a
la desaparición física, pero no a las heridas invisibles que dejan
la cárcel, la tortura y el asesinato de seres queridos. Endurecieron
las manos con el duro trabajo del campo y reblandecieron el corazón
con el sueño de prevalecer en una tierra que les era ajena.
Cerca
de Nohic, en el interior rural del departamento Tarn-et-Garonne, bajo
las acacias que rodean la casa, pude escuchar de mi familia ese
retazo de historia que aún sobrevive. Saben que Chile es un país
con el hábito pusilánime de la amnesia, con una memoria dividida y
que, en su autocomplacencia, pretende cínicamente haber procesado
política y judicialmente los momentos más grises de su historia. La
dignidad y la altura moral no son nuestras virtudes más notables. A
cuarenta años del golpe militar, aún siguen en Chile los homenajes
velados o explícitos al genocida y el esfuerzo político de
jibarizar a niveles obscenos la capacidad de recordar de todo un
pueblo.
A
los pocos días me invitaron a Corbarieu, un pequeño poblado de no
más de dos mil habitantes, en el cantón de Villebrumier. Se trataba
del Festival del Mediodía, un evento comunitario de cuatro días de
música, teatro y de otras expresiones del arte. Grandes artistas y
la población local se entrelazaron para preparar pequeñas piezas de
teatro, de danza o de música. Para sorpresa mía, cerraría la noche
el grupo chileno Quilapayún.
Y eso sí que es un dulce aperitivo para los que vivimos a más de
doce mil kilómetros del terruño. A nuestra llegada, nos enteramos
de que Oscar Castro -actor y dramaturgo chileno, además de director
del parisino Théâtre
Aleph- había montado un
taller teatral con los pobladores de Corbarieu. Asimismo, la banda
francesa Les Grandes Bouches
había formado un improvisado coro, también con habitantes del
lugar, preparando con ellos un menú de canciones latinoamericanas.
Las
pocas chilenas y chilenos que nos encontrábamos ahí, fuimos
testigos con estupor de cómo los pobladores de Corbarieu
representaban los sucesos del golpe de estado en Chile, como homenaje
épico al sacrificio y muerte de Salvador Allende. Es decir,
ciudadanos franceses trayendo a la memoria lo que muchos en Chile se
han esforzado en ocultar. Ellos y ellas, hombres y mujeres comunes y
corrientes, se encumbraban devolviendo la dignidad a nosotros,
chilenos y espectadores, con cantos y dramaturgia. Cada escena, cada
armonía desenmascaraba nuestra pequeñez moral, nuestro fracaso en
construir el legado, el firme testimonio, la propia historia.
No
creo que mereciéramos tanta generosidad. En las postrimerías de la
noche, la compañía de Oscar Castro y Quilapayún terminaban
-tomados de las manos- el himno que enfatizaba la victoria mediante
la unidad del pueblo. Pero, eran las mujeres y los hombres de
Corbarieu quienes elevaban sus voces y sus puños más alto que
cualquier otro, para que la memoria nuestra no se duerma, no se
engañe y nos devuelva lentamente la esperanza de que, recordando, es
posible reencontrase con nuestra tan esquiva dignidad.
(*) Publicado en Bufé Magazín de Cultura y en El Quinto Poder
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