Epígrafe Fronterizo

"El peor analfabeto es el analfabeto político. No oye, no habla, no participa de los acontecimientos políticos. No sabe que el costo de la vida, el precio de los garbanzos, del pan, de la harina, del vestido, de los zapatos y de los remedios dependen de decisiones políticas. El analfabeto político es tan burro que se enorgullece y se ensancha el pecho diciendo que odia la política. No sabe que de su ignorancia política nace la prostituta, el niño abandonado y el peor de todos los bandidos que es el político corrupto, mequetrefe y lacayo de las empresas nacionales y multinacionales"

Bertold Brecht

miércoles, 13 de marzo de 2019

El Prejuicio en La Araucanía


Un gran número de personas piensan que están pensando cuando no hacen más que reordenar sus prejuicios”, señaló William Blake, mientras su genio nutría el romanticismo británico, durante la segunda mitad del siglo XVIII. Y nada hace pensar que el artista inglés erraba en su elucubración. Más allá del momento histórico y del lugar, los prejuicios se han erigido como un proceso protagónico de las relaciones humanas y de los conflictos sociales. Se trata, en pocas palabras, de una visión o de una evaluación preconcebida, por lo general negativa, que se concibe respecto de algo o de otros. Es decir, un juicio previo que antecede, eludiendo aquello del cual toda visión debiese fundarse: la observación y la experiencia de ese algo o de ese otro.

En tales circunstancias, una idea preconcebida surge del miedo a lo desconocido o a lo diferente. También de la creencia fácil y superficial erigida por el propio grupo social de pertenencia, acerca de otros individuos o colectivos. En tal sentido, los conflictos y las desigualdades etno-culturales, de clase, de género o con relación a grupos migrantes se sustentan, además, en la imagen deformada por la propia penumbra. De ahí que el prejuicio proviene de una ignorancia no percibida como tal, pero que se porta de manera autosuficiente, sin necesidad del diálogo real y de la convivencia continua que desmitifica la existencia del otro.

La Araucanía, como proyecto de nación inconcluso, se ha dejado arrastrar, en general, por los prejuicios históricos en los campos de la política, de la cultura, de la academia y del entramado social. Por tanto, la violencia y la muerte en esta región se han fundado en la propia ignorancia y en el esfuerzo sostenido por evitar el diálogo respetuoso y el encuentro genuino entre seres humanos diferentes que comparten un mismo territorio. Ese es el ethos de la pereza cognitiva y política a la base de todo prejuicio: Es más fácil desarrollar una idea preconcebida, que dedicar tiempo y esfuerzo en conocer y apreciar la vastedad del otro y su legítimo derecho a la diferencia.

La fractura social expresada en los asesinatos de Camilo Catrillanca y del matrimonio Luchsinger-Mackay, constituye la evidencia dolorosa de un territorio golpeado por la incomunicación, la ignorancia, la desigualdad y el prejuicio. Es que desde el sutil desdén hasta la violencia extrema, se revisten del desconocimiento histórico del otro. Y para combatir el prejuicio no basta un cómodo arreglo cognitivo: se requiere del trabajo permanente de abrir puentes para fortalecer el diálogo, la convivencia y el conocimiento de la alteridad. 

Fotografía: Clarín.

miércoles, 13 de febrero de 2019

Derechos Humanos: La dignidad en medio de la derrota





No es difícil poner en tela de juicio una eventual tendencia a la bondad del ser humano. “La naturaleza del hombre es malvada. Su bondad es cultura adquirida”, lanzó con dureza Simone de Beauvoir al ethos moralizante de la sociedad europea del siglo XX. La experiencia de la guerra reveló que la vida humana valía menos que la bala o la inteligencia genocida que la cegaba. No es trivial, entonces, la desconfianza generada culturalmente en las relaciones humanas y sociales. Cuenta la historia que en Berlín, cuando los jefes de las fuerzas aliadas tenían que resolver qué iban a hacer con la Alemania derrotada y su territorio, algunos se vieron obligados a incluir una cláusula donde se comprometían a no exterminar al diezmado pueblo germano. Asimismo, tres años más tarde, se publica la Declaración Universal de Derechos Humanos (DDHH). Para unos fue un gesto quizás desesperado, pero políticamente correcto frente a la carnicería de millones de personas que, en tres continentes, vieron con horror cómo la vida se les escapaba.

Y que fue algo políticamente correcto se debe al clímax histórico de las más crueles contradicciones. Esos mismos chicos que con suerte eran amamantados mientras -en 1948- las naciones celebraban el contenido de la Declaración, dos décadas después eran arrojados en tierras desconocidas al fuego de las ametralladoras y al infierno fratricida. En Chile, los versos de Víctor Jara remecían con su “derecho a vivir en paz”, cuando poco después caía –en manos castrenses- bajo la tortura y por casi cuatro docenas de impactos de bala. Por tanto, si De Beauvoir estaba en lo cierto, la socialización, los valores culturales y la memoria, debiesen ser los platos de fondo de la cocina social; no solo un arreglo cognitivo conveniente a los intereses de unos pocos, sino que la base de toda relación social. La Declaración reafirma en su contenido, no solo la existencia, sino también la dignidad de una vida humana que aún es vulnerada a rajatabla. Se trata de que esa noción de la existencia social sea el piso y no el techo al cual debiésemos aspirar. Porque si todos un día  vamos a morir, que sea después de haber experimentado con dignidad nuestra posición social y existencial en este mundo: el hecho mismo  de haber venido al mundo debiese ser una condición más que suficiente para el desarrollo pleno y satisfactorio de la vida individual y colectiva.

Esto se aplica si efectivamente este mundo fue creado por aquellas y aquellos que nos antecedieron, en términos de su responsabilidad histórico-colectiva que condiciona las circunstancias de arribo y las oportunidades de vida, al interior de la estructura social. Pero, sabemos que esto no es así. La marca del arribo queda tatuada en la piel de millones de seres humanos que observan con distancia sideral aquello denominado como una existencia digna. Otros, no se sabe si con mejor suerte, desde la subordinación crediticia hipotecan sus sueños de una vida mejor. Los asesinatos en La Araucanía de Camilo Catrillanca y del matrimonio Luchsinger-Mackay, son dos consecuencias históricas –entre otros tantos ejemplos- de la supremacía del derecho de propiedad por sobre la vida y la dignidad humanas.

Por ello, la emergencia en 1948 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos representa quizás una respuesta tardía y aún ineficaz, si se sabe de siglos de legitimación de la cultura de la violencia, la dominación y la subordinación, en todas las dimensiones de la vida social. En presencia de tipos específicos de dominación y explotación -como ocurre en el caso del neoliberalismo- los derechos humanos están desprovistos de una suficiente capacidad de realización en la vida cotidiana. Su realización efectiva sería un proceso subversivo a los intereses de las élites, las cuales se han abocado históricamente a legitimar las contradicciones evidentes entre discursos y prácticas, en materia de derechos humanos, de vida digna y de buen vivir.

Sin embargo, la subordinación siempre se ha manifestado como una situación incompleta, no como una condición inmodificable. Los chalecos amarillos en la Francia de Macron, las manifestaciones autonomistas indígenas del continente, los movimientos feministas del planeta y las causas ambientalistas, expelen el aroma de resistencia y de la conciencia del derecho a vivir en un mundo libre de la legitimación de la iniquidad social. Es el perfume de la subversión esperanzadora que se expande, cada cierto tiempo, por sobre el hedor de nuestra cómoda insensibilidad. Y esto ha ocurrido siempre, no sólo ahora. “Tengo fe en Chile y su destino” fue la paradoja que arrojó Salvador Allende por Radio Magallanes, poco antes de sucumbir entre las ruinas del palacio de gobierno. Si Simone De Beauvoir viviera aún, diría que Allende -con su épico discurso- transformó en Chile su cultura adquirida, así como la guitarra y la voz de Víctor Jara modificaron la noción de dignidad de los trabajadores de la época.

Si lo que es arriba es abajo y si lo que es abajo es arriba, si ese aforismo es cierto, es posible que un día la humanidad subordinada vea, desde la altura, sus derrotas sociales como un recuerdo mal parido. Es que en la memoria se reconstruye la dignidad individual y colectiva, aunque sea en medio del fracaso y de la muerte. Vivimos en promedio setenta y cinco años, que no es más que un fugaz destello en la inmensidad de los procesos históricos. Ningún interés elitista puede brillar más que el fulgor pasajero de cada vida humana. Como tampoco opacar el valor de los derechos humanos, frente a los triunfos momentáneos de la dominación y de nuestra propia soberbia que la sostiene.

Porque es cosa de tiempo. En el fragor de las brasas, en medio de las candentes cenizas, toda tortilla debe dorarse también por el otro lado.

*  Fotografía: Fundación Víctor Jara.

** Publicado en el Periódico NN, Número 4, Concepción - Chile.

viernes, 7 de septiembre de 2018

Pobreza v/s fraternidad en La Araucanía: dos tipos de relación social


Cuando Mahatma Gandhi señalaba que la pobreza es la peor forma de violencia, es difícil no situar las carencias materiales y humanas en el terreno de las relaciones sociales, como tampoco no sospechar que el privilegio de unos pocos requiera, para constituirse como tal, de la desventaja o de las indignas condiciones vitales de una mayoría. La suspicacia surge al concebir la pobreza, ya no sólo como un atributo individual subsanable por la mera gestión personal de las propias condiciones de vida. La sospecha es que la pobreza es un tipo de relación social, donde el otro ha dejado de importar cuando se trata de distribuir los recursos y las oportunidades. Es la idea cada vez menos sostenible del mérito personal, del merecimiento individual de los privilegios, por sobre los derechos humanos y la dignidad de las personas… de las otras personas.

Así las cosas, la pobreza es la derrota colectiva de los principios de fraternidad y de solidaridad humanas, lo que es especialmente observable en los complejos territorios de La Frontera. En los últimos años, las cifras que refieren a la situación de pobreza en Chile, han castigado una y otra vez a La Araucanía como la región más desfavorecida del país. Y no se trata de un capricho estadístico de algún analista de la Encuesta CASEN, sino del hecho de que el porcentaje de población pobre -no sólo por déficit de ingresos, sino que en términos multidimensionales- se ha mantenido por sobre el 28 por ciento, al menos en los últimos cuatro años. Específicamente, la pobreza multidimensional refiere a las carencias que la población puede presentar en un mínimo de tres variables de las dimensiones de educación (acceso y rezago escolar, nivel de escolaridad); trabajo/seguridad social (ocupación, seguridad social y jubilación); vivienda (nivel de hacinamiento, estado de vivienda y servicios básicos) y; salud (nutrición, adscripción a sistema previsional de salud y atención en salud).

Como se está habituado culturalmente a atribuir o a culpar de la pobreza al pobre, asumir que la pobreza se ha tejido a lo largo de la historia en relaciones humanas y sociales injustas, es un  gran avance en nuestra reflexión ética y política. Permite plantear que las políticas públicas debiesen, más allá de atender características individuales desaventajadas, focalizar su análisis y acciones en transformar aquellas relaciones sociales injustas o desiguales (ya sean sociolaborales, económico-productivas, de género, etnoculturales o ecoambientales) que de manera coactiva se han estructurado en la geografía social de La Araucanía.

Que la pobreza, entonces, sea concebida como un tipo de relación social, devuelve a todos la responsabilidad colectiva respecto de los destinos existenciales y materiales de cada ser humano que habita en el territorio. Y, asimismo, la idea de que sin fraternidad no pueden transformarse las relaciones de pobreza, ni curar las fisuras relacionales desarrolladas bajo el pretexto autorreferente del privilegio y del mérito individual.

(*) Fotografía: Depositphotos.
(*) Publicado en septiembre de 2018, en la revista "Araucanía Laicista" (N° 4), del Centro de Estudios Laicos de la Araucanía. Temuco, Chile.


miércoles, 29 de agosto de 2018

Ciudad Traicionera





Fue como una puñalada
teleserie mexicana con derecho a todo
Muy cargada al maquillaje
para esconder la culpa que lleva por dentro
ciudad traicionera
lo lleva por dentro


- Joe Vasconcelos




Siempre se ha experimentado el deseo incontinente de enviar la ciudad al carajo. La indiferencia de las calles, la juerga trivial de los bares, el desencanto tras una expectativa frustrada o los fluidos exudados en todo acto de supervivencia, corren con frecuencia por el caudal aglomerado de una humanidad, que serpentea bulliciosa por las arterias de pavimento que imbrican toda la urbe. Cuesta creer en la bondad de las ciudades; más aún si vienes de abajo, de la calle con ripio, de la casa pareada con la furia del vecino o de la barriada periférica segregada de esos pocos que tuvieron mejor suerte.


Dan ganas de irse a un pueblo chico, donde ni la junta de vecinos es tan necesaria, porque en ocasiones, alrededor de una parrilla, de la copucha arremolinada y de botellones de vino tinto, hasta el color de las calesitas de la plaza se deciden con la boca y la copa llena. “Los pueblos son libros, las ciudades periódicos mentirosos”, murmuraba Federico García Lorca, para más tarde caer fusilado entre dos pueblos de la Provincia de Granada. Los fascistas lo durmieron para siempre, pero al menos cerró los ojos en las faldas de un olivo y no a espaldas de un muro ametrallado.


Sé de quienes adoran y se aferran a algunas ciudades, como Berlin, Paris, Buenos Aires o Santiago de Chile. Otros las quieren olvidar. Pero, siempre esa predilección o ese repudio es el resultado de la propia vivencia, que muchas veces no tiene nada que ver con la vivencia de los otros. El regocijo experimentado al caminar por las calles de algún barrio del planeta, ya sea Kreuzberg, Saint Denis, Barrio Brasil o San Telmo, convive con el desamor derramado por otros en las mismas veredas transitadas.


En las ciudades se nace y se muere, pero también se vive maquillado para ocultar la sensación de peligro o de atracción que nos inspira el otro. De una u otra forma, el camino hacia la alteridad siempre supuso saltar la valla de la clausura social que nos segrega a unos de otros. Porque mientras unos pocos deambulan sobre el umbral endogámico de los privilegios, otra humanidad circula por los intersticios urbanos, donde la invisibilidad duele y la pobreza entume el alma con ese olor a subsistencia. Ambos, unos y otros, no se tocan, ni se huelen, porque el aroma que liberan, requiere –para ser percibido- de aquella proximidad dérmica lapidada por la segregación social instalada.


Dan ganas de dormirse en una calle y despertar, aunque sea muerto de frío, a la orilla de un arroyo perdido en la montaña. Porque hasta el mismo callejón por donde caminaba la abuela y la madre, cargando el morral con verduras, ahora transmuta por la especulación inmobiliaria con estética hipster. El viejo barrio, las pandillas y los amigos, hombres y mujeres sudando la jornada y volviendo por las noches a ese vecindario tan habitual como el vaso de vino en el bar de la esquina, son lentamente gentrificados (del anglisismo gentry o “burgués”), que significa patear el trasero a los antiguos pobladores, para desalojarlos y desplazarlos a quién sabe dónde.    


Las historias de vida, fugaces como un destello en el espacio-tiempo de la evolución urbana, muerden la tragedia de los proyectos vitales truncados o la seductora idea de un merecido lugar en la cúspide social. Sin embargo, no hay meritocracia alguna en ser arrojado al mundo, para ser luego atrapado por la telaraña social en donde a uno lo han parido. Y como el privilegio o la pobreza con que somos recibidos en este cosmos humano, son como un puerto en el cual varamos casi por accidente, el acto de encallar sí escapa a nuestra voluntad, pero no así los naturalizados roqueríos esculpidos por la desigualdad de las condiciones de existencia. El azar, entonces, es una mala excusa, un maquillado relato para ocultar la responsabilidad colectiva ante el privilegio, por un lado, y ante la pobreza o la desesperanza, por el otro.


Dan ganas de abrazar al vecino y advertirle en un susurro que la ciudad nos ha traicionado. Porque frente a la promesa de ser feliz, ya sea por obra de Dios o de la humanidad derramada en la urbe, la ciudad muchas veces infiere la estocada sin la culpa colectiva que lleva por dentro. “La bondad podía encontrarse a veces en el centro del infierno”, decía Charles Bukowski, con un optimismo agrio, como el vodka barato con que refregaba su garganta. Y no hablaba de la escena emotiva de una teleserie mexicana o de un culebrón apasionado con derecho a todo. La bondad seguirá siendo un intento resiliente por reducir la distancia sideral, que la geografía urbana ha trazado entre los seres humanos. Y si la ciudad es traicionera, hasta el abrazo entre dos desconocidos es un acto de resistencia. Porque mientras exista el beso furtivo en los bulevares, la taza de azúcar generosa de la vecina, la sonrisa exultante por las alegrías del otro o la vivencia de compasión –y no de lástima- frente al dolor o la desesperanza, los muros sociales que segregan y que fueron levantados en las urbes para restar valor a los otros, quizás algún día puedan ceder ante la fuerza inexorable de la empatía y del reconocimiento.


Dan ganas de quedarse en el bar, hasta que las luces se apaguen y entre las sombras vuelvan a parpadear esos ojos adormilados que humedecían la adolescencia. Dan ganas de rellenar el vaso con sorbos cortos de esa mirada que, luego de tantos solsticios y desde el otro lado de la urbe, pasó a ser memoria violenta de un beso desvanecido. Por eso la ciudad convierte en auras astrales y en añoranza los recuerdos. Los desfigura, los atomiza en pequeñas escenas que, con el tiempo, queman cuando se rememoran. Y, finalmente, los pulveriza, para esparcir sus partículas en la nada.

Ciudad traicionera, ciudad de mierda: ni siquiera la culpa la lleva por dentro.


(*) Fotografía: La Izquierda Diario Chile.

(**) Columna publicada en NN Periódico (número 3), Concepción, Chile.

jueves, 31 de mayo de 2018

Relaciones de Género en Chile: Mamografía de la desigualdad social



Fotografía: Clarín Chile.

En el último tiempo, Chile ha sido escenario de fuertes cuestionamientos a las asimetrías de género, entendidas éstas como desigualdades de poder arraigadas y naturalizadas en una diversidad de relaciones y prácticas sociales, económicas y culturales. Consideradas como una expresión de dominación patriarcal, las desigualdades de género no sólo aluden a la clásica relación hombre-mujer heterosexual, sino que también a las posiciones de subordinación de variada índole que experimentan otras identidades de género y orientaciones sexuales definidas como LGTB (lesbianas, gays, transexuales y bisexuales, entre otras). 

La resistencia cultural y política de la sociedad chilena, más su maquillado doble estándar, se han visto resquebrajadas por eventos sociales con fuerte carga simbólica. Las manifestaciones públicas contra el acoso sexual y la violencia contra la mujer, han puesto a prueba la capacidad del Estado y de la sociedad chilena para reconocer y abordar la desigualdad histórica que ha afectado a formas legítimas de identidad de género, de orientación sexual y de relación con el propio cuerpo. Y esta capacidad alude a la obligación pública de asegurar la libertad y la igualdad de derechos en todos los niveles de convivencia social.

En tal sentido, el aporte del feminismo ha sido fundamental. No sólo ha evidenciado política y científicamente estas asimetrías sociales, sino que también ha puesto en tela de juicio la consecuencia política y cultural del Estado y de la sociedad. Si bien se ha erigido una instancia de rango ministerial en estos temas, aún prevalecen diversas subordinaciones de género en todas las áreas de la vida social, económica y política. Si, por un lado, la actriz chilena de la cinta galardonada por el Oscar ha sido destinataria del elogio público, por otro, aún transita por el mundo con documentos oficiales que consignan para ella una identidad masculina. Hasta la ofensiva imagen de una madre nutriendo a un bebé con su pecho desnudo, contrasta con la aceptada visualidad mediática que relega a la mujer a la categoría de objeto de deseo sexual.

Desde esta perspectiva, las múltiples expresiones sociales de carácter feminista son un alivio para un país con doble rostro, que lleva en su ethos el cultivo de múltiples asimetrías sociales de poder. Y es que el alivio siempre va acompañado de la brisa de la gratitud. Porque, al fin y al cabo, ese clamor telúrico que se expresa en esos senos al desnudo ante la mirada pública del pudor patriarcal, ha sabido reivindicar los principios de libertad, igualdad y fraternidad, tan necesarios para subvertir la naturalizada violencia de la desigualdad social. 

(*) Publicado en la revista Araucanía Laicista.

domingo, 28 de enero de 2018

El Estudiante Neoliberal: Lecciones de individualismo y disciplina


Fotografía: Manuel Morales Requena.

Una de las ideas que nos cuesta aceptar, cuando nos referirnos a la cultura chilena (como si hubiese sólo una), es la secuela en ella de casi dos siglos de fragua postcolonial. Y no se trata sólo de haber asimilado contenidos culturales del poder colonial español y de las oleadas de inmigración europea que quedaron en el ethos de las costumbres y de los valores de nuestra adolescente república. También quedó levitando el habitus de subordinación y de permeabilidad que perdura hasta la actualidad, frente a variadas formas culturales dominantes de los países del norte. A casi dos siglos del retorno de los ejércitos realistas a sus cuarteles del otro lado del Atlántico, nuestra fragilidad identitaria padece aún de una suerte de culpa primaria, cuando mira su propio rostro cultural originario, su mistura dérmica, así como su historia y la cansina cadencia de su transitar subalterno. Tampoco la hegemonía postcolonial ha carecido de resistencias. Quizás sean los procesos reivindicativos mapuche, el anhelo autonomista rapanui, junto a otras formas locales de sincretismo cultural, las que aún nos devuelven el aroma resiliente de la esperanza identitaria. Sin embargo, si a ello se suma el colonialismo neoliberal tejido a pulso en los últimos treinta años, la fractura entre el individuo y la construcción colectiva de la vida parece aún una herida abierta por el lacerante filo del relato triunfante de la Escuela de Chicago.

La narrativa neoliberal, aunque de influencia inconclusa en la vida cotidiana criolla, se ha enraizado en cada uno de los intersticios de la estructura y dinámica social. Y como producción cultural ha sido el sistema educacional uno de sus dispositivos hegemónicos más eficaces, no sólo en términos de contenidos curriculares, sino que también en la manera en que el acceso educacional se ha estructurado para segregar socioeconómicamente a unos[as] respecto de otros[as]. Para la gran mayoría de la población estudiantil, “ser alguien en la vida” y desarrollar una capacidad de consumo individual, se han articulado como el centro de la expectativa de movilidad social puesta en la educación superior. Capacidad competitiva, éxito académico centrado en las calificaciones, mérito individual y reflexividad al servicio de los resultados, han disciplinado al estudiantado chileno bajo la promesa de un arribo exitoso a los estrechos pasadizos del mercado laboral. En tal sentido, la producción cultural de un estudiantado neoliberal se ha erigido con base a la disolución del sentido colectivo de la participación del individuo en una sociedad de mercado. En otras palabras, el acceso y el tránsito por la educación superior tiene menos que ver con la reflexión acerca de la contribución individual al bienestar colectivo, y más con la noción de supervivencia económica, donde la dignidad personal está condicionada por la capacidad de consumo y por el estatus social resultante.

Uno de los efectos formidables de los modelos de desarrollo capitalistas neoliberales en el comportamiento social, es el haber desarrollado ese ethos cultural individualista. Y la legitimidad de la primacía individual se ha sustentado en la naturalización de la relación entre consumo y estatus, como dispositivo de integración social. En el marco de su relato cultural, encontramos su sustento en valores como el emprendimiento, el éxito individual, la competencia y la motivación al logro, así como el esfuerzo, la superación y el mérito personal, además del anhelo de movilidad social para el logro de las metas individuales. También su impacto en las instituciones políticas es extraordinario. Incluso al interior de los partidos autodenominados de izquierda y en la izquierda en general, los esfuerzos son destinados a defender y privilegiar la propia trinchera, desdeñando la visión y las posibilidades de conquista colectiva en el campo de batalla global y en el debate sociopolítico en el seno de la comunidad. La transversalidad del relato neoliberal se ha enraizado, por tanto, en cada recoveco de la estructura social, donde lo colectivo o “lo público” se concibe… como una relación entre privados. No es de extrañar, entonces, que las instituciones de educación superior definan su relación con la sociedad, como un asunto de “vinculación con el medio”, conceptualización que refiere más a una posición estratégica con respecto de otros actores sociales e institucionales, que a su sentido sociopolítico y sociocultural -como un actor más- en la dinámica colectiva orientada al bien común.

Sin embargo, culpar sólo a los[as] estudiantes por erigir un horizonte cuyos límites no exceden los anhelos y expectativas de su propia autorreferencia, sería una acusación al menos injusta. Y no se trata aquí de obviar la capacidad de resistencia cultural que el estudiantado ha erigido incluso en los tramos más apacibles de su desarrollo histórico y que, por tanto, lo vuelve sociopolíticamente responsable de su destino. Se trata también del poder disciplinador de un relato y de un modelo de desarrollo que ha relegado el recurso de la empatía a los sotanos del romaticismo o del reduccionismo moral. El “otro” o la “otra” dejan de representar aquel sentido colectivo humanizador, que –fuera de toda autorreferencia- devuelve al individuo su rol articulador en el entramado social del bienestar común. Ante la pérdida del sentido colectivo, el “otro” y la “otra” (alteridad, según la jerga académica) resultan ser un obstáculo, una amenaza o una vía instrumental de consecución de las metas individuales.

Desde esta perspectiva, el formar en el sistema escolar y en las instituciones de educación superior, por un lado, a un individuo orientado a la transformación de la sociedad con fines de bienestar colectivo y, por otro, instruirlo para una inserción eficaz en un mercado laboral competitivo, constituyen dos metas culturales y sociopolíticas significativamente diferentes. Porque en las fauces del mercado, donde el individuo batalla día a día por la propia supervivencia, no se avizora un colectivo que lo ampare, con el cual se articule en una construcción social donde todos[as] resulten acogidos. Al contrario, el contexto social se erige como un campo de batalla de intereses individuales, muchas veces excluyentes entre sí y que, con frecuencia, se articulan en la forma de relaciones de dominación y explotación.

Esa es la tragedia de la producción neoliberal, en términos de proyecto de sociedad. O una doble tragedia. Porque, por un lado, su relato y su promesa, al subordinar el interés colectivo a la consecución de la movilidad socioeconómica individual, requiere de neutralizar la empatía como recurso de articulación social, reduciéndola al nivel de dispositivo psicológico con fines instrumentales en las relaciones interpersonales. Y, por otro lado, en el plano de la subjetividad, el estudiante experimenta un difuso malestar frente a un mercado laboral, muchas veces refractario a sus proyectos de realización personal y de movilidad socioeconómica. Con un 75% de los hogares chilenos con ingresos inferiores a los 470 mil pesos mensuales y con un nivel de concentración de la riqueza de ribetes históricos, la supervivencia y el consumo –mayoritariamente vía endeudamiento- como dispositivo de integración social, son tan frágiles como un cubo de hielo en un sauna.

Y esa es la trampa. Desprovisto del sentido colectivo, la relación con los[as] otros[as] constituye una batalla por la supervivencia individual. Y en esa batalla, donde lo público que ampara, donde lo colectivo que integra, han sido reducidos a una relación entre privados, el salvavidas casi siempre vendrá del sistema financiero. Y ahí la promesa neoliberal se deshace casi siempre como una decepción amorosa, como aquellas padecidas en la cándida adolescencia. La diferencia es que tras una desilusión amorosa, luego de un periodo de duelo, puede surgir una nueva esperanza de una relación futura. En cambio, frente a una promesa neoliberal frustrada, la decepción involucra proyectos vitales para miles de estudiantes y el sabor amargo de una casi inevitable y prolongada subordinación financiera.

Al fin y al cabo, son cosas que pasan entre privados.


(*) Publicado en el Periódico NN, N°2, Enero 2018. Concepción - Chile.

lunes, 9 de octubre de 2017

Elecciones Presidenciales en Chile: De la retórica del marketing al proyecto político


Chile, país republicano ubicado en el extremo sur de Sudamérica, se encuentra ad-portas de sus próximas elecciones presidenciales, parlamentarias y de consejeros regionales, contempladas para el 19 de noviembre de 2017. Cuna del socialista y masón Salvador Allende, de los Premios Nobel de Literatura Pablo Neruda y Gabriela Mistral, de la potencia artística de Violeta Parra y Víctor Jara, así como de la tragedia en las manos genocidas del dictador Augusto Pinochet, la situación política actual de este país sudamericano dista mucho de ser plácida. Desde la convulsión social del 2011, Chile se debate entre un desencanto popular frente a la clase política y la emergencia de diversos movimientos sociales y políticos que se disputan el fin o la continuidad de la trayectoria neoliberal de estas últimas tres décadas.

Con ocho candidatos y candidatas al sillón presidencial, estas elecciones no prometen necesariamente una disminución del 59% de abstención observada en la última contienda electoral por la presidencia de la república. Con una elevada concentración de la riqueza y desigualdad social, con una naturalizada privatización de los recursos y servicios de relevancia estratégica, con un proyecto económico extractivista y con un Estado de carácter subsidiario, el rostro neoliberal chileno parece no inmutarse con lo que ocurra en las próximas elecciones presidenciales. Los numerosos casos de corrupción y la crisis permanente entre el Estado (más los grupos económicos involucrados) y los pueblos mapuche, en el sur de Chile, no han podido correr su maquillaje, ni opacar la hegemonía cultural del actual modelo económico-político chileno. Un cierto ethos cultural despolitizado estaría a la base de esta desafectación por los proyectos colectivos, dificultando el vínculo entre las esperanzas ciudadanas de cambio y las opciones electorales definidas. En otras palabras, la herencia de los Chicago Boys ha encontrado en el imaginario chileno la tierra fértil para los frutos del neoliberalismo, su jerga valórica, su individualismo competitivo y la idea de que la acción de votar no tiene una real incidencia en las posibilidades de transformación económico-política.

Anclados en la izquierda, tanto Eduardo Artés (Unión Patriótica) y Beatriz Sánchez (Frente Amplio) se erigen como los dos contendores más críticos del modelo neoliberal chileno. De carácter más reformista, Alejandro Guillier (independiente y continuista del proceso de cambios implementado por Michelle Bachelet), Alejandro Navarro (Partido PAIS) y Marco Enríquez-Ominami (Partido Progresista) representan un amplio espectro de posiciones, que si bien pueden plantear transformaciones importantes, no parecen focalizarse en modificar a nivel estructural las relaciones económico-políticas instauradas en Chile desde la dictadura militar. Desde una posición de centro-derecha más liberal, Carolina Goic (Partido Demócrata Cristiano) surgió como abanderada generando una escisión en la actual coalición gobernante. Finalmente, José Antonio Kast (independiente, ligado a la Unión Demócrata Independiente) y Sebastián Piñera (Pacto Chile Vamos), se levantan como las dos alternativas de la derecha política, con explícitas intenciones de profundizar el modelo neoliberal chileno.

Aunque el mundo de las encuestas adopta un carácter tendencioso en periodo de elecciones, es Sebastián Piñera el que ha puntuado más alto en los sondeos, seguido de Beatriz Sánchez y Alejandro Guillier. Estas tendencias, observadas en un contexto de desafectación ciudadana por la dimensión representativa de la democracia formal, ponen en relieve la posibilidad de que triunfe en primera vuelta la apuesta por el estatus quo neoliberal, mostrándose más débiles las posiciones reformistas o de transformación estructural. Sin embargo, un eventual balotage (contemplado para el 17 de diciembre), podría poner en peligro las opciones de Sebastián Piñera, si la abanderada o abanderado que compita contra las fuerzas de derecha, es capaz de alinear y reunir, en términos de recursos de convocatoria, al electorado que comprende desde la Unión Patriótica hasta la Democracia Cristiana chilena. Asimismo, el voto chileno desde el exterior podría también generar sorpresas, si los resultados de las elecciones al interior del territorio nacional se muestran estrechos entre los contendores y contendoras.

Más allá del voto duro evidenciado en las elecciones presidenciales anteriores y de las encuestas, el desafío de las candidatas y candidatos es cautivar a aquel 60 por ciento del electorado que se abstiene de concurrir a las urnas. Sin embargo, muchos de los procesos de campaña carecen de un proceso previo y prolongado de construcción de un proyecto político colectivo, lo cual se ha visto reemplazado por una suerte de súbitas promesas u “ofertones” programáticos y por un abanico de declaraciones de intenciones de último minuto. En tal sentido, se tiende a buscar la captura del voto ciudadano recurriendo a la imagen fabricada, a la eventual simpatía de la contendora o contendor, a su conexión con los “problemas y necesidades de la gente”, todo ello a través de los mass media, de las redes sociales, de los eventos masivos y del tradicional “puerta a puerta”.

Lo que es cuestionable es hasta qué punto la ausencia de proyectos políticos de largo alcance, construidos de manera colectiva y participativa, va a poder sostener la legitimidad de la clase e institucionalidad políticas. Asimismo, también cabe preguntar si la reducción de las propuestas programáticas al mero marketing electoral o a anuncios publicitarios, es ahora el método adecuado para capturar –bajo la lógica del “oferta de retail”- a un electorado que ha comenzado a ver en los movimientos sociales el espacio expedito para satisfacer, individual y colectivamente, los anhelos de participación y de toma de decisiones políticas.

En tal sentido, es necesario reconocer que la ciudadanía, en toda su diversidad, observa ahora con suspicacia la empatía de cartón y la locuacidad del marketing, así como la autoexaltación onanista de muchos contendores y contendoras en este “mercado” electoral. En los tiempos en que las promesas políticas ya no entregan muchas esperanzas a las personas, los proyectos de largo aliento, tan inusuales hoy en la clase política, deberían constituir la vía para instaurar la participación, la repolitización y el reencantamiento de la gente por lo colectivo. Y permitir salir de la retórica autocomplaciente del marketing. Porque en Diciembre, en la desesperada carrera por el balotage, las ofertas terminarán y la ciudadanía chilena, inexorablemente, deberá al final y como siempre pagar la cuenta.

(*)    Publicado por la revista alemana Lateinamerika Nachrichten.
(**)  Imagen: Revista Momento.